Trampolín de luna

José Luis Masegosa
07:00 • 24 sept. 2018

"Te llamo para ver donde quedamos...sólo es para que estemos un rato juntos y nos veamos antes de que me vaya –supuestamente de Chirivel-…llevo unos días algo fastidiado, pero quiero que busquemos un tiempo para vernos....bueno, un abrazo”.  


Acabo de oír  las que han sido últimas palabras de una vieja, entrañable y sincera amistad de casi cuarenta años de vida ausente de artificio y plena de afectos y cariño. Es el último mensaje que el bueno de Julio Alfredo dejó grabado en el buzón de mi teléfono móvil  horas antes de sufrir la cruenta caída que nos ha dejado sin su insustituible presencia. Era el mediodía del pasado lunes, día 17. Esa misma tarde y noche le llamé varias veces para vernos, pero el silencio se impuso a los sonidos telefónicos. Insistí al día siguiente, pero la respuesta fue la misma. A media mañana del miércoles, día 19, un mensaje de Patricia Egea, hija de Julio, me comunicaba el fatal accidente sufrido por su padre, acerca del cual hablamos después…hasta la mañana de ayer domingo, cuando su noticia de wasap : “Ha fallecido el padre esta mañana..”  me ha herido en el alma.


He vuelto a oír la voz cándida y  familiar de la bondad personificada llamando a despedida, que el azar  ha dejado huérfana, como huérfanos han quedado tantos amigos del mundo  y tantos vecinos de  las Letras que hoy derraman sus ayes por nuestro preclaro paisano.




Reconocido en innumerables foros, considerado por renombrados autores, resulta imposible apuntar siquiera a modo de resumen una escueta biografía de quien ha sabido vivir bajo el paraguas de su libertad e independencia, alejado de los cenáculos proveedores de laureles a capricho. Tal vez, esa vida en libertad , esa coherencia y honestidad han sido los “peros” de los galardones nunca otorgados, como el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, para el que Julio Alfredo siempre estuvo en la nómina de todas las ediciones, o la más que merecida Medalla de Oro de Andalucía que siempre durmió en el olvido de la incomprensión.


De Julio Alfredo se escribe con el corazón y con las manos henchidas de admiración y agradecimiento, más aún cuando ha apadrinado tu primer reconocimiento literario, allá por el verano de 1982, con palabras de aliento y esperanza. Julio ha sido una de las imprescindibles personas que ha paseado el nombre de su patria por medio mundo, aunque siempre ha querido regresar a su tierra, tal vez por esa querencia irremediable a sus orígenes. Justo donde hoy quiero ver al asombrado niño del “Proyector”, hechizado por Amparito, la hija del cabo de la Guardia Civil: donde hoy nos enseñará el canto de las perdices al alba, escudriñará las claves de un aventurero pollero, sonreirá ante el trance de tener que bailar con esmoquin prestado con la reina de los juegos florales de Orihuela, nos ilusionará al ver volar la chistera de un novio en Galera o nos deleitará con la lectura de las obras de un académico como él, que como siempre aseguró ha vivido de la pluma. Esas historias que han alimentado la conversación incansable con los amigos de Granada, de Almería, de Los Vélez, esos relatos aliñados con las buenas cosechas y ribeteados con afecto.




A Julio Alfredo hay que agradecerle su enseñanza y su amistad, pero sobre todo habernos permitido vivir y soñar juntos, gracias a la sencillez, inteligencia, simpatía, elegancia, amabilidad y bonhomía con las que ha impregnado su vida, esa que como en su soneto “Almería”: ¡Qué trampolín de luna para el vuelo¡.





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