El alcalde que regresó a la vida tras 55 días en coma: “Torrecárdenas me salvó”
Carta del director

El alcalde de Albox, en la actualidad y tras salir de la UCI.
De regreso hacia su casa en el parque de Cabo de Gata, Francisco Torrecillas sintió un inesperado escalofrío mientras cruzaba el barranco del Tesoro. Hacía frío aquel 31 de enero, pero intensidad de aquella gelidez sobrevenida no era normal. Llegó a casa y el mal cuerpo seguía en aumento. El Covid llevaba arrasando vidas y atemorizando casi un año y Paco no lo dudó: podía haber contraído la enfermedad. A la mañana siguiente el test despejó la duda: positivo.
Los días transcurrian con relativa normalidad. Febrícula, tos, un poco de cansancio, dolor muscular, en fin, poca cosa. Tan poca, que se animó a grabar un video y dar ánimo a quienes, como él, estaban pasando por ese trance. Pero el sexto día todo cambió.
Era la madrugada del 6 al 7 de febrero cuando la fiebre que, hasta entonces había estado contenida, se desbordó. Llamó a su mujer, que dormía en otra habitación para evitar el contagio, y a través de antitérmicos y paños de agua intentaron controlar la temperatura. Fue en vano. A la mañana ingresó en un centro médico privado. Pocos minutos después la situación alcanzó el nivel de crítica. Lo sedaron, lo entubaron y tras un traslado urgente a Torrecárdenas entró en un túnel del que salió cincuenta y cinco días más tarde de la UCI. 1.320 horas de las que solo guarda la sensación de placidez provocada por la medicación y el recuerdo de unos sueños en los que se veía pidiendo una y otra vez que en el pabellón deportivo que lleva su nombre en Albox pusieran un hospital de campaña. Esa era su obsesión, una neurosis provocada quizá por su preocupación como alcalde desde que estalló la pandemia.
Aquella placidez que le acercó más a la muerte que a la vida se desvaneció cuando lo despertaron. La inconsciencia se alejó, pero el drama acababa de llegar. Comenzaba el delirio.
En aquellos primeros días en los que solo discernía entre el umbral de la noche y el día por el turno de las enfermeras que lo atendían, su percepción de la realidad le situaba en un hospital de campaña situado en la plaza de san Miguel, frente a su domicilio. Tan grande era su convencimiento que insistía una y otra vez a quienes le cuidaban que le acercaran a su casa. Que hago yo aquí- decía- si mi casa está ahí al lado. Hasta que un día una enfermera le dijo que estaba en la UCI de Torrecárdenas. Tal vez aquella enfermera fue la misma que debajo de la almohada le puso un día y a escondidas una estampa de la virgen del Saliente.
Fue entonces cuando el delirio desapareció. Quince días pasó mirando al techo, contando una y otra vez los puntos que veía en las placas de escayola en un ritornelo interminable hasta que el sueño y la medicación le vencían.
Había olvidado comer. Un médico le enseñó como podía vencer el miedo a tragar. Creía que tenía un tapón en la garganta. El mediodía que notó que la cuchara de yogurt que le acercaba el médico hasta la boca bajaba por su tráquea se sintió el hombre más feliz del mundo. Volvía a comer, ya no me muero, pensó.
Pero si la devastación que le supuso estar 55 días sedado y entubado y quince días deambulando entre la ensoñación y la realidad fue dramática, una bacteria hospitalaria volvió a sumirlo en la desesperación. Afortunadamente la excelente atención médica de todo el personal que lo atendió acabó con la amenaza y, por fin, pudo regresar a casa.
Aún recuerda con estupor cómo el personal de la ambulancia que lo traslado hasta su vivienda tuvo que llevarlo desde la calle hasta su habitación recogido en una sábana porque era imposible subirlo en una silla de ruedas. Era un fardo, dice ahora con la satisfacción de haber recuperado las fuerzas que entonces le faltaban.
Durante semanas no pudo hacer nada. Ni asearse. Ni comer. Nada. Su vida dependía de los cuidados de su mujer, del personal sanitario y de los fisioterapeutas que le atendían permanentemente. Un día- recuerda- fue al aseo y, al pasar delante de un espejo, se miró. ¡Para qué lo haría! La imagen que vio reflejada le recordó la de un prisionero en un campo de concentración nazi. Había perdido 40 kilos, la mitad del peso con el que ingresó en el hospital.
Los meses pasaron. Recuperó la salud, pero nunca está despejado el horizonte. Un año después le llegó un embargo por los gastos ocasionados en Torrecárdenas. 90.000 euros. Su pertenencia a MUFACE estaba en el origen de este último escalofrío. Los tribunales decidirán el despropósito. Sería el único español al que sobrevivir al Covid le cuesta dinero.
La Justicia no puede ser tan injusta.