Tiempo de cerdos

José Luis Masegosa
07:00 • 14 dic. 2020

Media diciembre de este año irrepetible y llegadas las calendas de Santa Lucía nada es igual, como quizás nunca lo vuelva a ser, porque la vida se ha apeado del mundo que siempre conoció o puede que suceda todo lo contrario: que el mundo se ha apeado de la vida, tal y como se concebía apenas hace un año. En esta tesitura, embadurnada de artificios, vestida  de quincallería política, el paisaje ha demudado con tal vértigo que cuando oteamos el entorno cercano parécenos haber mutado nuestra identidad con la de otros desconocidos seres esbozados que asisten a una suerte de carnaval :¡Mascarita,  que no me conoces! . Entre interjección e interjección tomamos conciencia de que nada es igual y de que estos días tenebrosos, como tenebrosa es la actual travesía por el planeta enfermo, dibujaron un tiempo  incierto, pero sustentado en pilares de azules remembranzas.


En aquellas décadas sonorizadas por las brillantes voces de la edad de oro radiofónica e ilustradas por las imágenes de los inolvidables  y primeros rostros de la adolescente televisión, el Calendario Zaragozano para 1960..1970.. - “verdadero y único legitimo....arreglado para toda España por el célebre astrónomo y único observador don Mariano Castillo y Ocsiero (fijarse bien en el nombre y los dos apellidos del autor, para no ser engañados) – abría sus páginas del último mes del año con las salidas y puestas del sol y de la luna, con la reseña “Consagrado a la Inmaculada Concepción”, el ciclo lunar y un completo santoral diario, en cuyos márgenes publicitaba “En las enfermedades crónicas del estómago e intestinos está indicado el Elixir Estomacal de Sáiz de Carlos, de venta en las principales farmacias del mundo”.




Cuando los usuarios de aquel primitivo informativo impreso de la meteorología  llegaban a las últimas páginas, dedicadas a las ferias y mercados de España, es decir al final de año, las tradiciones y costumbres domésticas cubrían ya su cenit con creces. En días como estos, el alba gélido de nuestra geografía provinciana dibujaba sobre los tejados de las vetustas casas una estela de  cálidas chimeneas que humeaban, tiempo atrás, con aromas de retama y leña de almendro. Era la primera señal de los preparativos de  una de esas enraizadas tradiciones  que fue imprescindible para la subsistencia de muchas  familias de aquellos años postreros de la posguerra. La matanza era algo más que un adelantado aperitivo navideño o una fiesta de carácter familiar y vecinal. Siempre fue un acontecimiento muy anhelado por los pequeños de las familias, quienes, velados sus ojos por las legañas matinales, no conocían pereza para saltar de la cama y encaminarse al exterior, donde, en un ritual establecido y repetitivo, edición tras edición, se sometía al pobre cerdo a una cruenta muerte.


Crueldad que nunca, por aquellos años, contaba para la sensibilidad de la época, tal vez porque primaba más la necesidad alimentaria que cualquier otra consideración hacia el mundo animal. Muestra de ello es que en muchas casas se sacrificaban dos guarines, uno de ellos se dedicaba al consumo familiar, y las chacinas, jamones y embutidos del otro se vendían para poder adquirir otros alimentos que no eran derivados del puerco.




Los niños asistíamos sorprendidos en aquellas frías mañanas a un confuso encuentro con familiares y vecinos que nunca faltaban al rito matancero, entre otras razones, porque la ayuda y participación de la familia propia no faltaba en la matanza de los invitados. Los más pequeños –además de aprovechar la ocasión para probar los primeros cigarros de anís-  siempre teníamos adjudicada la misma tarea: sostener el rabo del animal, una labor que solo pude desempeñar a medias durante el primer año, ya que los gruñidos de aquel marranico quedarían grabados para siempre en mi memoria sonora. 



Desde entonces no he dejado de recordar con rabia e impotencia, pero con cierta añoranza, los lechoncillos que, de alguna forma, hicieron feliz mis años de infancia, sobre todo los sonrosados de cartón y plástico que empinaban su rabo en la colección de juguetes para Reyes que ofrecía, en mi pueblo, la tienda vecinal de todo que regentaban Ana María Lizarte y Miguel Reche.


La importancia de la matanza en el ámbito rural fue tal que en diferentes comarcas, como las Alpujarras y en otras que las imitaron, se organizaron y celebraron durante algún tiempo las fiestas de la matanza, un  atractivo que ha contado siempre con una numerosa asistencia. Las modificaciones de la normativa legal y los cambios de consumo han acabado en gran medida con esta práctica familiar, en nada equiparable a las consecuencias que conlleva la cría porcina en granjas y a su producción industrial, algunas de cuyas últimas iniciativas en la provincia  encuentran  la oposición vecinal. 


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