Muletillas

Luis Cortés Rodríguez
01:52 • 21 ago. 2019 / actualizado a las 07:00 • 21 ago. 2019

Una vez que Sancho oyó a su señor pedirle que se encomendara a Dios, pues todo no solo iba a salir bien, sino mejor de lo esperado y pronto sería nombrado gobernador, sintió un repentino desasosiego al verse presto en la ínsula con sus súbditos y sin saber qué es lo que ha de decirles, cuándo ha de hacerlo, dónde, a quiénes de ellos ha de dirigirse en primer lugar, etcétera. Por ello, Sancho volvió otra vez, como había ocurrido en capítulos anteriores, a interesarse ante su amo por cómo debería hablar, pues, aún en su simplicidad, sabía que tan bien se le daba el arar, el cavar y el podar como mal el platicar. Fue en ese momento cuando se dirigió a don Quijote de esta guisa:


—Señor, ha tiempo que me habló de cómo ha de expresarse un gobernador pero el razonamiento de vuestra merced se encaminó a cómo tenían que ser mis discursos, pero nada me dijo de mi torpeza al repetir una y otra vez algunas palabras, siempre las mismas, que, como los parásitos a los mulos del arriero, se meten en mi decir cuando pretendo hablar de seguido.


—Amigo Sancho, vuelves a equivocarte, que ya en aquella ocasión platicamos acerca de la poca señal de elegancia y erudición que se muestra al usar muletillas, palabras que, sin venir al cuento y sin significar nada, se repiten con tanta insistencia que se puede llegar a aborrecer a quienes las emiten. Todas estas voces, dichas una y otra vez en tus conversaciones, solo sirven para maltratar los oídos de quienes  te escuchan y deslucir tu habla. Y así recuerdo referírtelo. 



—Sabe Dios que nada recuerdo. Pero, en efeto, que es lo que yo hago —respondió Sancho—, que hay veces que no me viene al magín la palabra que yo quisiera y el habla que estoy diciendo se para  sin querer pararse y se bloquea la mente sin querer bloquearse, como ocurre con ese buey que al arar ni puede continuar andando ni  puede detenerse. En ese momento, se alborota y desasosiega mi decir e incapaz de poner remedio por mi in¬suficiencia y pocas letras, pretendo salir de él, sin consciencia por mi parte, repitiendo palabras y frases que vienen traídas por los pelos, o séase, sin venir a cuento, sin tener relación con lo que trato en ese momento. Y así, con atropello y sin sentido, pronuncio una y otra vez «bien me entiendes», «ya digo», «sepa vuestra merced» y algunas más.


—No se hace estraño que tal cosa ocurra en personas de todas las clases sociales, aunque menos en los hombres leídos y elocuentes y más en los zafios e incultos, –dijo Don Quijote-. Quien escucha –continuó el caballero- solo percibe que la persona que le habla no tiene claro lo que quiere decir y que necesita apoyarse en frases o palabras sin sentido para poder continuar hablando. Su nombre, amigo Sancho, es muletilla, por servir como muleta para apoyarse, motivo por lo que también se conoce como bordón  (bastón). 



—Así debe ser, como dice vuesa merced, pues yo ni me he criado en la Corte ni he estudiado en Salamanca para saber de corrido todas las palabras y elegir con priesa la que corresponda, y es entonces cuando me llega el corte y temiendo quedarme absorto y sin decir nada, intento evitar el silencio, que tanto me perturba. Es entonces cuando de mi confusa insuficiencia nacen esas molelillas que vuesa merced dice. 


—¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho, una vez más y cien veces más! muletillas que no moletillas, que más paresces  en tu ignorancia a ese vulgo de casta de perro de aldea que se solaza con el zafio mal hablado y muerde al culto que platica con una buena gramática y muchos y buenos vocablos.  ¡¡Cómo no has de bloquearte una tras otra vez!! Aunque poco te pueda interesar, pues para ti son zarandajas, he de decirte que en su Diálogo de la lengua, obra escrita en Nápoles en 1935, su autor, Juan de Valdés, ya  lamentaba el empleo de esas muletillas, que él llamaba bordoncillos, especialmente de «¿entendeisme?». Ya las usaban sus contemporáneos cuando no les venía a la memoria el vocablo tan presto como fuera menester.



—Sepa mi señor que todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno y, de aquí en adelante, cuando no me venga a la memoria el vocablo tan presuroso como sería de desear, me valdré de mis refranes, vengan al pelo o no, refranes que, según vuesa merced, tanto me afean pero que de tan natural fluyen de mí, y que emplearé para evitar ese silencio que, en ocasiones, paresce más propio de enajenados y faltos de razón. 


—¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades dices. Que es peor tu solución, tan escasa de juicio, que la enfermedad. Deja, por Satanás, de una vez esos refranes que tanto nos incomoda a quienes hacemos buen uso de nuestro idioma.    


Ya en esto empezó a oscurecer y amo y escudero se dispusieron a cenar una cebolla y unos cuántos mendrugos de pan y sin saber dónde se albergarían aquella noche.



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