Vecinos del Casco Histórico rescatan la costumbre de charlar al fresco

Hablaron de sus problemas, compartieron su amor por el barrio y aprendieron a conocerse mejor

Un grupo de vecinos compartiendo un rato de charla al fresco de la tarde en la calle Pizarro del centro histórico.
Un grupo de vecinos compartiendo un rato de charla al fresco de la tarde en la calle Pizarro del centro histórico.
Manuel León
00:14 • 10 may. 2022

Un grupo de paisanos del Centro Histórico de Almería agarraron el otro día una silla, se sentaron en corro y se pusieron a conversar en la calle. Faltaba el botijo de agua fresca a la sombra (todo se andará), el griterío de los niños -cada vez hay menos partos en el barrio-  y el rumor del paso de algún carro de mulas cargado de esparto. Faltaba eso y otras cosas más para revivir aquellas estampas de la Almería sepia. Pero, quizá sin darse cuenta del todo, los actores de esa pequeña tertulia vecinera al fresco de la calle, entre olor a primavera, entre perrillos falderos y amor compartido  por un paisaje verdadero, de masa madre, estaban principiando una pequeña revolución: la de “la vuelta a las simples cosas” de Mercedes Sosa.



Ocurrió a las seis en punto de la tarde, en la conquistadora callejuela de Pizarro, justo al lado de la Casa Azul de los anfitriones de calle, Belén y Javier. Allí estaban Antonio, Paola, Pepa, Antonio Andrés, Loli, Mónica, Juana, Rosa, Magdalena, María del Mar, Enrique y los dos perritos, Chiqui y Tejo, tratando de parar el tiempo con la Alcazaba en todo lo alto y las entrañas de la muralla califal durmiendo bajo sus pies. 



Es una iniciativa, la de que los vecinos salgan a tomar el fresco como se hacía antes de que existiera Netflix, brotada de la Asociación del Casco Histórico, cuya presidenta, Magdalena Cantero, señaló para acrisolar la idea que “a muchos de nosotros, encontrar a los vecinos con sus sillas en las puerta puede retrotraernos a la infancia, se trata de una tradición inmaterial que nos proponemos recuperar en el Casco Histórico”. Añadió Cantero que “se ha iniciado esta primera experiencia en la calle Pizarro, pero seguiremos, queremos que cada calle tenga su anfitrión, hay vecinos que se conocen de vista, pero nunca han compartido más conversaciones que el hola y el adiós y necesitamos parar el tiempo, saber quiénes somos, a qué nos dedicamos, aprender a conocernos”.



Allí estaba Antonio, dando explicaciones de sus quehaceres diarios, con su barbita y sus lentes, como un profesor de Instituto. “Tengo 39 años y soy soltero, trabajo en el Museo de la Guitarra como guía”, contaba este joven que pasa las mañanas junto  a La Leona de Antonio Torres. Iba esbozando cómo su abuela era de la calle Descanso y él y sus padres llevan más de veinte años como vecinos de la calle La Reina. “En Almería no hay ná”, es la frase tópica que Antonio escucha todos los días entre los visitantes y que trata de desmentir hablándoles con pasión de enamorado de las almenas de Almutasim, de los refugios de Langle, del Claustro ajardinado de Las Puras; allí estaba también Paola, de 30 años, maestra en El Puche, que se ha venido a vivir al barrio con su novio, a una casa antigua que ha arreglado con la paciencia de La Sagrada Familia. “Dejé un piso en Pablo Iglesias por esta casa de la Plaza Muñoz, aquí quiero ser feliz, quiere tener hijos, me gusta pintar y bailar y formo parte de una tuna femenina”; allí estaba Enrique, el que se crió jugando a los petos en la calle Solís, y que ahora vive junto al arco de la calle Real; allí estaba su hija María del Mar, hermana mayor del Prendimiento, rama del buen tronco de su padre, el que aseguró que “quiero estas calles, nunca me iré de aquí”; allí estaba Loli, quien se levantó antes de tiempo por un compromiso; y Juana, de Carboneras; y Leticia,  que hace poco que vino y ya conoce a Mohamed y a Juan el del Puga; y Mónica, oriunda de Londres y de Guadalajara, que ha dejado la miel de la Alcarria para venirse a una casita en la calle Demóstenes; y estaba Belén, arqueóloga, y Javier, su pareja, experto en flor cortada, que se han cambiado la falda del Santo por la calle Pizarro. 



Todo eso ocurrió en esa tarde de autos, cuando un grupo de vecinos cogió una silla de anea o de latón, como quien coge un arco y una flecha, y se sentaron a charlar al fresco  a contarse sus cosas, a conocerse mejor, como aquellos labradores parisinos salieron a protestar por el precio del trigo y, sin pretenderlo, terminaron tomando La Bastilla. 



Las pequeñas revoluciones intramuros



Tiene este barrio intramuros todo lo que tiene que tener: la pureza de lo primero; pero no tiene parking, no tiene zapaterías, no tiene bancos, no tiene niños. Pero es un barrio levantisco, discretamente revolucionario: hace poco regaron ellos mismos sus árboles y  alumbraron con velas la calle Aurora, ante la falta de farolas.




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