Los puestos de la Puerta de Purchena
Los tenderetes y los comercios mantuvieron una dura pugna en el centro de la ciudad

Las Puerta de Purchena con sus tenderetes en las primeras décadas del siglo pasado. Al fondo la casa del Hotel la Perla.
El siglo XX consolidó la hegemonía comercial de la Puerta de Purchena y su condición de centro neurálgico de la ciudad por el que pasaba la vida de los almerienses como un río inagotable. En las primeras décadas del siglo pasado no había un solo local libre y ya reinaban negocios tan importantes como La confitería La Sevilla y la tienda de tejidos El Río de la Plata.
La Puerta de Purchena era entonces uno de los lugares más atractivos para los comerciantes ya que estaba situado en un punto estratégico que era a la vez una zona de reunión y paseo y un punto de paso obligado para los que iban y venían al Paseo y al Mercado Central. Casi todos los caminos desembocaban entonces en la Puerta de Purchena, lo que suponía un aliciente para los comercios.
En 1911 a la lista de establecimientos importantes se unió la zapatería de Tomás Terriza Morales, que se instaló en los bajos del edificio de las Mariposas, que estaba recién construido. Cuando Terriza se instaló en la Casa Nueva ya funcionaba, dos puertas más arriba, la sastrería de la familia Molina, tan ligada a la historia del edificio y de la Puerta de Purchena. Eran los dos comercios más importantes de esa acera, el de los Molina haciendo trajes a medida y el de los Terriza que con su taller y sus tres maestros cortadores fabricaban todo tipo de calzado a gusto del cliente.
En aquel contexto de comercios importantes la presencia de los puestos ambulantes, ya fueran carros de madera, kioscos levantados con cuatro tablas y tenderetes cubiertos por un toldo, eran una molestia para los empresarios que pagaban sus impuestos durante todo el año y que veían a los vendedores itinerantes como unos intrusos que con sus caóticas instalaciones afeaban el centro de la ciudad.
La presencia de los tenderetes era una constante a lo largo del año. Cuando llegaba el mes de diciembre ocupaban las esquinas principales y las aceras con sus puestos de turrones, algunos venidos desde Alicante, con los juguetes de madera y las muñecas de cartón, con las panderetas y las zambombas que entonces no podían faltar en ninguna casa para celebrar la Noche Buena. A finales de diciembre, entre los frutos secos, los vendedores de novelas, las castañeras y los mercaderes de la Navidad, era imposible encontrar un metro libre alrededor de la Puerta de Purchena.
Después de la Navidad venía el tiempo de los carnavales y la Puerta de Purchena volvía a llenarse de tenderetes. Eran muy nombrados los que montaba el empresario J. Morales, que por febrero salía de detrás del mostrador del negocio que regentaba en la calle de las Tiendas y se instalaba con puestos ambulantes en el Paseo, montando su depósito general en el corazón de la Puerta de Purchena, en el trozo de acera frente a la confitería La Sevillana para ofrecer a toda Almería su cargamento inigualable de serpentinas, confetis, antifaces y trajes de máscaras.
En Semana Santa llegaba la moda de los garbanzos ‘tostaos’. Como no se podía comer carne por la vigilia cristiana, los vendedores ambulantes de frutos secos y garbanzos florecían por las aceras de la Puerta de Purchena para hacer negocio. Era un ensayo de la Feria, que en agosto volvía a sembrar de puestos callejeros las calles principales de la ciudad.
En aquellas primeras décadas del siglo, la Puerta de Purchena experimentó cambios importantes que pretendían embellecerla como plaza principal: nuevo adoquinado, se había derribado el edificio ruinoso de la Posada de los Álamos y se había retirado hace tiempo el cenotafio de los mártires de la libertad, que había encontrado un nuevo emplazamiento en la Plaza Vieja, frente a la Casa Consistorial.
En ese intento de engrandecer la plaza se había iniciado también una cruzada seria contra los pequeños vendedores que instalados en sus kioscos de madera y en sus tenderetes se colocaban alrededor de la Puerta de Purchena. Un sector de la sociedad pedía que se prohibieran estos puestos porque afeaban el ornato público y le daban a la mejor plaza de Almería un aspecto de pueblo atrasado.
Esta aglomeración desató las protestas de los comerciantes estables de la zona y de los vecinos, que exigieron a las autoridades que eliminaran de una vez por todas esta forma de comercio que consideraban más propia de una aldea que de la plaza más céntrica de una ciudad que aspiraba a ser moderna.
La historia de aquellos años está repleta de órdenes municipales mandando la retirada de los puestos, medidas que no llegaban a ser definitivas ya que unas semanas después de su retirada los vendedores volvían al lugar para ganarse la vida y allí permanecían hasta que otra orden los obligaba a desalojar.
De todos aquellos vendedores ambulantes que formaron parte de la vida de la ciudad a comienzos de siglo uno de los pocos puestos que se perpetuó para siempre fue el de la señora Amalia y su kiosco, que acabaría siendo un negocio estable.