El riesgo de confundir la velocidad con el tocino

El difícil equilibrio almeriensista entre lo antiguo y lo moderno

Kiosco de la Plaza Marqués de Heredia, de Langle, ha pasado a estar protegido nivel 3.
Kiosco de la Plaza Marqués de Heredia, de Langle, ha pasado a estar protegido nivel 3.
Manuel León
00:58 • 06 jul. 2022

La conservación de lo antiguo ha suscitado casi siempre porfías casi navajeras en Almería -tanto, que podría ser el tercer tabú, junto con la política y la religión, en una cena cuñadista de Nochevieja- excepto en aquellos aniquiladores años 60 y 70, en los no había discusión,  en los que se tenía claro, sin debate, que lo añejo y horizontal fuera, en los que la pátina de polvo de la historia en los edificios era considerado cutre, arcaico, anticuado, al lado del verticalismo neoyorquino en lo que terminó -ha terminado- convirtiéndose el zaherido Paseo, en aquellos tiempos de Arcopal y papel pintado en las paredes, en los que nadie levantaba la mano en demasía para protestar. A la vuelta de los años, a toro pasado, es más confortable llorar por el edificio de Correos de Cuartara, por el edificio de Vulcano, el del Yunque, por el Chalet del Gitano, por la Casona del Marqués de Campo Hermoso. En ese tiempo, nadie (o casi nadie) lo hizo.



Cómo iba a ganar el futuro una ciudad con casonas de Torrealtas con arbotantes y medallones catetos en la fachada. “Cemento, ladrillo y arena”, rezaba la cuña de La Boletina. Se cometieron fechorías, sin que nadie penara por ello; sacrilegios que quedaron impunes, que hicieron que se ausentara para siempre aquella ciudad de blancas azoteas de Celia y de Valente, el vaho colonial de aquella Almería alquianera que dibujara Manolo del Aguila. Por eso conviene haber recuperado en la sociedad almeriense esa sensibilidad por lo curioso, por lo distinto, por lo pintoresco, por lo que embruja. Media Almería quiso tirar abajo el Cable Inglés, la misma que empujará en la cola para ser la primera en caminar por la  noble madera de iroko y tomar un cucurucho mirando la bahía desde las alturas de ese ingenio británico; conviene que haya anidado de nuevo ese afán patrimonialista en buena parte de los almerienses y conviene que haya centinelas como la Asociación de Amigos de la Alcazaba, que tanto ha contribuido a que Almería sea más valiosa. Pero lo difícil, en estas lides, es, a veces, el equilibrio: que el afán de tutela no derive en fiebre que nos haga perder el juicio, como a Don Quijote. 



No todo es digno de conservarse, por muy antediluviano que sea, igual que no podemos amontonar de por vida todos los juguetes de cuando éramos pequeños, con anhelo de Diógenes. Quien pugna hasta el insulto por conservar una piedra, por si pudiera ser un bolaño de artillería medieval, o por mantener un hoyo abierto en una calle, por si alguna vez aflora el coprolito de un morisco, querría también que siguiera en pie la muralla que rodeaba la ciudad hasta que la tiró Orozco, pero entonces no tendríamos el actual Paseo que disfrutamos cada mañana o cada tarde los almerienses. A veces hay que hilar fino, para no pasarse, para no quedarse corto, para no confundir la velocidad con el tocino.








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