Los carrillos que vendían golosinas

Eran la máxima expresión del comercio ambulante, un humilde tenderete con ruedas

Eduardo de Vicente
00:58 • 26 jun. 2019 / actualizado a las 07:00 • 26 jun. 2019

Para los niños de antes un carrillo ambulante de golosinas, de los que se instalaban en las calles, era como para los niños actuales un gran centro comercial. Un carrillo era la promesa de un chicle o de un paquete de pipas, la ilusión de una barra de regaliz o de aquellos caramelillos de nata que costaban dos reales. 



Cualquier detalle que hoy parecería insignificante, antes ocupaba el escalafón de los grandes acontecimientos: poder tener entre tus manos un simple paquete de garbanzos tostados era como cumplir un sueño. Con qué ilusión nos guardábamos en el bolsillo aquella moneda de duro que nos había dado una tía lejana a la que habíamos visitado el último domingo, la misma moneda que íbamos a estirar hasta el infinito a lo largo de la semana delante del mostrador de un carrito ambulante. 



A veces, cuando salíamos del colegio y nos encontrábamos con el vendedor de golosinas, nos parábamos unos minutos delante de la vitrina aunque no lleváramos ni una sola peseta. Éramos niños educados en la austeridad, en no pedir nunca cosas imposibles y estábamos acostumbrados a saber disfrutar aunque solo fuera con la vista. En verano nos conformábamos con mirar cómo el vendedor preparaba los cartuchos de papel donde envolvía las chufas que como se vendían a dos pesetas eran un lujo inalcanzable.



Los niños cuando jugábamos a darles caladas a los cigarros como si fuéramos hombres, comprábamos el tabaco en los carrillos ambulantes porque allí nunca te preguntaban la edad.



Los carritos buscaban las puertas de los colegios, la algarabia de las plazas y la seguridad de un muro cercano para poder instalarse. Recuerdo el carrillo que se ponía junto a la puerta de poniente de la iglesia de Santiago tratando de refugiarse del frío y de las corrientes junto a las piedras del edificio. En los inviernos siempre corría el aire y el vendedor no tenía otro recurso que colocar un plástico con cuerdas entre la madera y la pared para evitar coger un enfriamiento. Siempre tuve la impresión de que el invierno en Almería comenzaba y terminaba en esa esquina entre la calle de las Tiendas y el templo donde montaba su pequeña tienda el hombre del carrillo. Sus días grandes eran los domingos a la hora de la misa y sobre todo, la tarde del Viernes Santo cuando media Almería pasaba por allí en busca de la procesión del Entierro.



La tradición del carrillo de ‘Santiago’ venía de lejos. A comienzos del siglo pasado ya existía este pequeño comercio, que entonces regentaba Juan Benavente Díaz, de la familia de los zapateros remendones. Su especialidad eran los tebeos y las novelas y los mantones de Manila que colgaba de un improvisado tenderete que organizaba en la misma pared del templo.



Muchos guardamos todavía en la memoria el recuerdo de los carrillos de madera que en las noches de verano se colocaban frente a las puertas de las terrazas de cine. Yo me dejaba envolver por esa atmósfera de comercio pobre que se acentuaba cuando el buhonero encendía la lámpara de gas que le iluminaba las ventas. No sé qué me hacía más ilusión cuando me tocaba ir al cine: si sentarme en la butaca y ver la película, o disfrutar de un caramelo o de un regaliz sin que mi madre me dijera aquello de: “guárdatelo y te lo comes después del almuerzo”. 



Los vendedores de golosinas eran humildes comerciantes que sobrevivían con dificultades pasando frío y calor. Alguno, como fue el caso del dueño del carrillo del cine Roma, llegó a convertirse en un negocio  tan próspero que fue el origen de una tienda importante. Su propietario, Adolfo Ruiz, tenía su puesto estable en la calle de la Reina, enfrente de la taquilla del cine. Todas las tardes, una hora antes de que empezara la primera sesión, instalaba su carro junto a la acera y desplegaba su cargamento de caramelos, regaliz, chicles y tabaco suelto. 


El primer carrillo que tuvo era rudimentario, hasta que a mediados de los años sesenta, siendo alcalde don Guillermo Verdejo Vivas, se ordenó la uniformidad de los carrillos que se dedicaban a la venta ambulante y se pusieron de moda los nuevos carros con toldo protector del sol y una cristalera a modo de escaparate donde se mostraba la mercancía. Almería se llenó de estos nuevos vehículos para la venta ambulante, todos del mismo color y con el mismo eslogan que se hizo célebre en aquella época: “Almería, donde el sol pasa el invierno”. 


Había carrillos que parecían supermercados,  tan repletos de artículos que el vendedor aprovechaba las paredes para colgar una guita donde aparecían las trompetas de plástico y aquellas célebres caretas de papel que se agarraban a la cara con un elástico. 

Los carrillos de madera olían a caramelos, a manzanas endulzadas,  a garrapiñadas recién hechas, al almuerzo que el vendedor llevaba en una fiambrera, al humo del tabaco que siempre estaba presente. En mi calle se ponía Manuel el del kiosco, que vendía también tebeos y revistas. No me acuerdo bien de su cara, pero sí de sus manos arrugadas y del color amarillento de sus uñas, descuidadas y desgastadas por el tabaco. 


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