Aquello del amor y los pichichanes
Cuando el amor te dejaba atontado se decía que te habían echado los pichichanes

Una pareja de novios en la Alcazaba, cuando no podían salir solos a pasear y tenían que ir bien acompañados por un familiar.
Qué era aquello del amor que tanto te alteraba. Qué enfermedad sin remedio que solo curaba el tiempo. Qué pasión tan indomable que te trastocaba todos los cajones y te dejaba una cara de tonto que no podías tirar de ella.
El enamoramiento no tenía edades. Quién no se enamoró por primera vez en la escuela, cuando los mayores pensaban que solo teníamos edad para nuestros juegos y no podían imaginar que muy dentro de nosotros, en un rincón escondido, encerrábamos un secreto inconfesable que no queríamos compartir ni con nuestro mejor amigo.
El amor en la infancia era un sufrimiento constante porque se trataba de una batalla perdida. Lo vivíamos en silencio y así, sin abrir la boca, creábamos una realidad paralela que solo se alimentaba de nuestra inagotable imaginación. Soñábamos los besos que no daríamos; soñábamos los abrazos y los paseos por el Parque; soñábamos con ir de la mano al cine y en la oscuridad de la sala derramar toda nuestra pasión sobre aquellos ojos que nos miraban a escondidas en clase, mientras el maestro explicaba la lección.
El amor en la infancia era un corazón de colores en una hoja anónima, aquel te quiero que escribíamos temblando en un papel y que nunca llegaría a su destino. El amor en la infancia era dos miradas que se cruzaban en el recreo del patio, el chicle que compartías en la puerta y aquel sentimiento de impotencia del último día de colegio, cuando pensabas acercarte a ella y con decisión declararle tu amor, cuando el miedo te agotaba las palabras y la dejabas marchar sabiendo que después del verano nada volvería a ser lo mismo. Aquellos primeros fracasos no tardaban mucho tiempo en cicatrizar. Un verano era entonces una eternidad y terminábamos curándonos el desamor con las niñas cercanas de nuestro barrio mientras jugábamos a los médicos en la oscuridad de un portal.
Eran las primeras noticias que tuvimos del amor, aquel extraño sentimiento que nos conquistaba, que nos apartaba de los juegos y de los amigos y que tanga vergüenza nos causaba cuando alguien lo descubría. Cómo nos sonrojábamos cuando nos sentíamos descubiertos, qué absurdo sentimiento de culpabilidad nos invadía.
Las expectativas cambiaban cuando llegabas a la adolescencia y tenías por primera vez la oportunidad de que el amor fuera algo compartido, de poder besar de verdad, de abrazar sin reservas y de salir a pasear cogidos de la mano aunque solo fuera los domingos y sin que nadie os viera.
El enamoramiento correspondido de la adolescencia te dejaba noqueado. Era la primera vez de casi todo y uno ya imaginaba que después nada volvería a ser igual. El sabor de los primeros besos era irrepetible porque suponían la ruptura radical con la inocencia que formaba parte de nuestro mundo infantil. Ya no te conformabas con su mirada, ni con que te dirigiera la palabra en el recreo ni con que te pidiera un favor.
La adolescencia, inconformista por naturaleza, necesitaba hechos consumados: besos profundos y ‘te quieros’ cargados de pasión en mitad de un abrazo. Aquellos primeros escarceos te dejaban tocado. Un adolescente enamorado solía sacar a pasear una cara de tonto que era inconfundible. Los amigos te decían que estabas ‘apollardao’ y los mayores te preguntaban si te habían echado los pichichanes, una palabra muy usada en Almería cuando estabas bajo los influjos del elixir del enamoramiento.
El amor te iba cambiando el reloj interior y te transformaba completamente. De pronto te preocupabas por el vello del bigote, te interesabas por esa colonia infalible de hombre que anunciaban por televisión y te detenías delante de los escaparates de ropa que nunca te habían interesado para mirar aquel pantalón vaquero de marca que se había puesto de moda.
El amor te alejaba de la pandilla de amigos que parecía inquebrantable y te volvía arisco y solitario a los ojos de los mayores. Te encerrabas en tu habitación y te pasabas las horas muertas escuchando aquella canción con la que os conocisteis. El amor te quitaba el apetito y las pocas ganas de estudiar que tenías.
Las semanas se te hacían eternas en el instituto, te pasabas los días contando las horas que faltaban para que llegara el fin de semana y rezabas en voz baja para que la dejaran salir sola, para que no viniera acompañada de lo que popularmente llamábamos “una carabina”, que solía ser una prima de su edad o el hermano menor. Entonces el tiempo era limitado y los encuentros eran casi siempre cortos y furtivos: las dos horas para ir al cine o dar un paseo en busca de los besos que siguieran alimentando nuestra recién estrenada pasión.