Carlos y Margarita: los almerienses que han puesto nombre a miles de calles en la Alpujarra
Una historia de casualidades, arte, barro, amor y viento en la cara que acabó entre Fondón y Benecid

Carlos y Margarita los alfareros de Fondón.
Las calles de la Alpujarra llevan nombres que cuentan historias, pero pocas veces se mira el cartel que las nombra. Sin embargo, detrás de más de miles de esas placas que adornan los rincones de Valor, Laujar, Fondón y tantos otros pueblos, están las manos de Carlos Ayala y Margarita Colella, dos alfareros que han unido tierra y fuego para dar forma no solo al barro, sino a una vida entera compartida.
Su taller, en lo alto de Benecid, mira al sur, bañado por el sol y barrido por el viento. Allí trabajan sin prisa, con mimo. Carlos y Margarita no tienen prisa porque lo suyo no va de producción, va de verdad. “Hemos llegado a hacer más de mil piezas de un encargo. Si viene un Ayuntamiento y nos pide todas las placas del pueblo, eso nos lleva meses... entonces claro, no podemos atender más pedidos”, explican. No tienen jefe, ni clientes fijos. No hacen campañas. No necesitan más que su torno, sus hornos y su alma.
Y lo que hacen, permanece. Porque esas placas no son solo rotulaciones, son identidad. Son un puente entre la tradición y el presente, hechas con una técnica cuidada y casi desaparecida, a mano, una a una, cocidas en el horno y acariciadas por el tiempo.
Una historia de película que comenzó en Grecia
Pero su historia no empieza aquí. Su historia empieza lejos, en una isla griega, por culpa de una confusión.
Carlos, almeriense de Fondón, trabajaba como repartidor con apenas 20 años. Un accidente truncó su rutina y le obligó a detenerse. Como si el destino necesitara que parara. En medio de esa pausa vital, un amigo portugués lo invitó a Grecia. Su casa en El Ejido era siempre un refugio para los que estaban de paso: mochileros, soñadores, viajeros. Aquella vez, fue un portugués peculiar quien lo empujó a buscar algo más lejos.

Margarita trabajando en su taller en Benecid.
Pero la vida, caprichosa, quiso que Carlos se equivocara de isla. Mientras el portugués lo esperaba emocionado en el aeropuerto, empezó a circular el rumor de un accidente aéreo con muertos. Y como Carlos no aparecía, su amigo lloraba su muerte en el puerto.
Carlos, sin embargo, estaba vivo. En otra isla. Y allí conoció a Margarita. Una artista napolitana que vendía sus amuletos de cerámica en un mercadillo junto al mar. “Fue un flechazo”, recuerda Carlos. Ella moldeaba el barro con la misma naturalidad con la que sonríe. Y él, que siempre soñó con ser ceramista, entendió que todo encajaba, como un puzzle de 5000 piezas. El amor, el barro y la confusión se habían alineado.
"La Alpujarra es el lugar más bonito que hayas conocido nunca"
—¿Te gustaría visitar España? La Alpujarra es el lugar más bonito que hayas podido ver nunca, incluso más que Grecia —le dijo Carlos, con ese carisma suyo que lo precede.

Alfarería Colella-López.
Y Margarita voló. Llegó a Fondón, a los pueblos que Carlos había pintado con palabras, y descubrió que no había exagerado. “Era tan bonito o más que lo que me había contado”, confiesa ella. Alquiló una casita en el campo, en Vícar. Ya no había vuelta atrás.
Pero entonces, la mili llamó a Carlos. Y Carlos no quería vestir uniforme. Eligió otra trinchera: la del arte. Y se fue con Margarita a Nápoles, donde el padre de ella, maestro ceramista, lo acogió como aprendiz. Allí Carlos se encontró con su sueño: trabajar el barro, vivir del arte, recorrer la ciudad con una maleta llena de piezas. “No nos iba nada mal el negocio”, sonríen.
Regreso a sus raíces
Pero la Alpujarra tiraba. Tarde o temprano, había que volver. Y volvieron. Montaron un pequeño taller en casa. Hasta que el Ayuntamiento de Fondón les ofreció un local abandonado. No era el lugar ideal: poca ventilación, la puerta daba a un camino de paso del ganado. Más de una vez, las piezas secándose al sol fueron pisadas por ovejas.

Carlos trabajando en su taller en Benecid.
Pidieron algo mejor. Y lo encontraron: una antigua era en lo más alto de Benecid, abierta al viento, con luz, perfecta para trabajar. Ahí levantaron su taller definitivo, donde siguen hoy. El alcalde de entonces, Joaquín Ferneros, los ayudó a conseguir una subvención para jóvenes artesanos. Él llamó a Sevilla, insistió, apostó por ellos. “Gracias a él, estamos aquí”, recuerdan.
Desde ese taller han salido centenares de placas con nombres de calles. Pero también jarrones, murales, encargos para Greenpeace, y piezas únicas hechas por Margarita, que es una de las pocas matricieras que quedan en España. Solo hay profesionales como ella en Córdoba y Valencia. Sus moldes son tan precisos como poéticos.
Talleres y clases de cerámica
También han compartido su saber. Dieron clases durante años. Incluso estuvieron a punto de abrir una escuela con titulación oficial. Pero no se vieron como profesores. “Nos gusta el trabajo”, dicen. Lo que sí hacen son talleres para escolares y familias. Ahí sí disfrutan. Ahí sí conectan.

Artículos hechos por Margarita y Carlos.
Y mientras media España suspira cuando llega el lunes, Carlos y Margarita lo esperan con ilusión. Porque para ellos, volver al taller no es rutina. Es destino. “Nosotros tenemos ganas de llegar al lunes y seguir trabajando”, dice Carlos. Aunque Margarita lo tiene claro: los fines de semana no se trabaja. “Me lo tiene prohibido”, bromea él. Y lo cumple.
Han puesto nombre a más de 300 calles. Pero también han dado nombre al amor, al arte, a la paciencia, al compromiso, a la belleza hecha a mano. Lo suyo no es solo cerámica. Es memoria viva. Es identidad.
Carlos y Margarita no necesitan grandes campañas ni redes sociales. Les basta con que alguien, en algún pueblo, se detenga un segundo ante una placa y se pregunte: “¿Quién habrá hecho esto con tanto cariño?” Y entonces, sin saberlo, habrá conocido su historia.