Delenda est
Delenda est
“Delenda est Carthago.” Así terminaba todos sus discursos el senador romano Catón 150 años antes del nacimiento de Cristo. Daba igual de lo que estuviera hablando. El viejo senador finalizaba siempre sus intervenciones con una vibrante apelación a la necesaria destrucción de la capital cartaginesa como símbolo del enemigo más odiado por los romanos. Tanto caló la frase (para que luego digan del marketing) que cuando al final de la tercera guerra púnica el general romano Escipión Emiliano consiguió tomar Cartago, se demolió la ciudad hasta los mismísimos cimientos y se roturó el solar resultante con arados que esparcían sal para que nada brotase y nadie recordase que allí hubo una ciudad que se atrevió a amenazar el poder de Roma. Perdonen ustedes la digresión, pero no puedo evitar recordar esta vieja historia cada vez que se publican noticias sobre el epicéntrico hotel del Algarrobico. En todos estos años de obra detenida, se ha ido extendiendo en la opinión pública una especie de odio universal a esta obra (poco agraciada y peor situada, a mi juicio) que lleva años varada en el rompeolas de un círculo vicioso de chanchullos, culpas, hipocresías y lucros cesantes. Ahora, el Tribunal Superior de justicia de Andalucía acaba de emitir una nueva sentencia en la que determina que la Junta mintió para legalizar el proyecto, cosa que todo el mundo, empezando por la propia Junta, sabía perfectamente. Lo que no está tan claro es que esta nueva sentencia sea “un paso más en el inexorable derribo del hotel”, como he podido leer en la prensa estos días. Y mis dudas vienen porque la operación de demolición, indemnización y recuperación del entorno se valora por encima de los 300 millones de euros. Llámenme loco, pero tengo la impresión de que ni Gobierno ni Junta tienen la más mínima intención de gastarse precisamente ahora toda esa pasta. Ya sé que muchos desean para el Algarrobico el mismo final que Cartago y que no quede en Carboneras ni el recuerdo del mamotreto, pero temo que en estos momentos no haya dinero ni para poner dos albardas de sal encima de un mulo.