Firmar el cuadro
Firmar el cuadro
Estampar la firma en la obra, una vez concluida, se ha convertido en una especie de rito que se espera en la escena de las vanidades, como condición necesaria a la propia naturaleza de esa obra. Parece indispensable dentro del juego comercial y viene a significar, además, la “voluntad de autor” del artífice y la conciencia de su valía personal, más o menos ególatra. Y aunque hubo un tiempo –muy lejano quizá- en que la firma no valía nada (era más la calidad manufacturada del producto y el cumplimiento eficaz de su función), hoy parece ser más importante que la obra misma. Una firma ampulosa, bien visible, que puede llegar a destruir la arquitectura y equilibrio de la imagen, es más propia del artista que espera un amplio reconocimiento y juega a llamar la atención; ahí están las enormes composiciones históricas del XIX, autografiadas la mayoría de forma ostentosa y grandilocuente. Y ahí está Sorolla, que firma sus cuadros como quien firma una carta, de forma sucinta y familiar. Otros hay, como Picasso, capaces de firmar –y fechar, con día y hora si es preciso- hasta el papel del vater. Y otros que, como Velázquez, rara vez firman un cuadro, aunque, en este caso, hay mucha tela que cortar.
Acostumbrado a las envidias de sus compañeros de gremio, desde su temprana irrupción –arrasadora- en la corte de Felipe IV, Velázquez ironizó en más de una ocasión con lo de firmar –y más bien no firmar- un cuadro. Su principal Salieri era el mediocre pintor italiano Vicente Carducho, quien hizo correr la infamia de que Velázquez era solo retratista y solo sabía pintar “cabezas”. Y el rey, que protegía incondicionalmente al sevillano, inventó varios episodios para humillar a Carducho y sus allegados. El más sonado fue el concurso para pintar “la expulsión de los moriscos”, del que Velázquez salió triunfante con su primer cuadro de “historia”, tristemente destruido después en el incendio del Alcázar de 1734. Con este precedente, Velázquez afianzó su posición y se permitió –de continuo- dar en las narices a su rival, reírse y mortificarlo cuanto pudo. Y para ejemplo, la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Para esta estancia, de singular importancia, Carducho pintó tres escenas bélicas. Velázquez hizo ‘Las Lanzas’ y varios retratos ecuestres. Mientras Carducho firmó sus tres cuadros con largas inscripciones en latín –en cuidada letra lapidaria- donde identificaba la escena representada y se alababa a sí mismo como pintor del rey, Velázquez no firmó ni un solo cuadro. Tanto en ‘Las Lanzas’ como en el retrato ecuestre del rey, pintó en la esquina inferior unos papelitos arrojados encima de unas piedras; lugar para colocar después su firma según costumbre de la época, cosa que no hizo jamás. A fin de cuentas, nadie podía pintar así, su talento era superior al de todos… y todos, desde el rey para abajo sabían que solo Velázquez podía ser el autor de esos cuadros… ¿para que firmar entonces?