El Ejido

El grito eterno de los heroicos balermeros

En el Paseo estuvo presente la estirpe del Bigotes, del Martinilla, de aquel cura don Emiliano

Los últimos pescadores de Balerma.
Los últimos pescadores de Balerma.
Manuel León
15:42 • 17 dic. 2021

Uno oye el lamento sostenido de los balermeros -el ¡ay! perpetuo que trae el viento de Poniente- y cae en la cuenta de que Balerma es a Almería, lo que Almería al resto de España: una hermana pobre desprovista de ajuar.



Años lleva la recia gente de Balerma soñando con una solución estable para su costa, con un dique o ingenio que solucione la erosión y su pérdida de playa cada vez que se la tragan las negras olas. Ha traído a la capital esa gente esforzada, que llevan en su sangre la sal de la marinería, algunos sacos de arena de esa playa tan devastada como una calle de Damasco; han traído la arena y las caracolas de Balerma y la han arrojado a las puertas de la Jefatura de Costas en el Paseo, en el zaguán de ese edificio impersonal esquina a Méndez Núñez donde parece que nunca pasa nada, que nunca entra ni sale nadie.



Cientos de balermeros ayer gritaron, por esa Puerta del sol provincial que es el Paseo, que la mar se los traga. Es el grito de socorro del que se ahoga y que ve que nadie acude a socorrerlo. La mar que da el sustento y la sepultura; la fuerza de una mar que, cuando ruge como un león, asusta a esta vieja aldea de poco más de 5.000 habitantes y que ya lame los invernaderes, las casas y que deja sin clientes a los bares y restaurantes. 



Hasta hace bien poco, los balermeros eran como una clase social al margen de la civilización: obreros del mar, como escribió Rodolfo Viñas, forzados a navegar con vela latina, sin que nadie se preocupara por ellos; hasta hace bien poco era un blanco caserío de gente humilde, habitada por viejos jabegotes como Manuel el Buscavidas o su hijo Paco el Bigotes en cuya caseta se reunían hasta hace poco los pescadores a hablar de las capturas legendarias con la almadraba, en el Canto de la Milla o frente a La Cuevecilla. Es Balerma, quizá, el único pueblo de España que tiene lonja de pescado pero carece de Puerto para amarrar. Por eso muchos pescadores emigraron a Adra o al Puerto de Almería, como los Arcos, buenos navegantes, cuyo apellido aún sobrevive a través de Javier el tallista de la calle Lope de Vega, o hasta hace poco en aquel Paco el Hilero de los efectos navales. 



De Balerma era un tal José el Pollo, dueño de la antigua lonja, el Martinilla, el electricista José Ferrer y otros personajes montaraces como el cura don Emiliano, que se enfrentó al cacique local Francisco González Padilla, el propietario de la mayor parte del pueblo hasta los años 60 en que llegaron los invernaderos y los colonos, el hombre que huyó a Granada tras pegarle un mamporro al gobernador de la época.



Hubo un tiempo, año 1976, en que Balerma pudo cambiar su historia, pero no quiso el destino. Fue cuando el Ministerio de Turismo planteó hacer un Centro de Interés Turístico Nacional (CITN) para albergar a 30.000 residentes sobre 340 hectáreas. Pero fue Almerimar quien consiguió llevarse el gato al agua. El agua de Balerma, el agua salada que le da la vida y que se la quita. Gente que lleva toda la vida echando el copo en la rada balermera, persiguiendo el calamar con la potera, el salmonete con el trasmallo y el besugo y el pargo con el palangre y luego, al llegar a tierra, varando el barco en la arena con los parales y con los pantalones arremangados por la rodilla, deseando calentarse con una copa de aguardiente. Pescadores de Balerma que dormían a la sombra de sus casas ahora amenazadas por la lengua del mar, aristócratas de las costas que olfateaban la borrasca como mastines antes de que apareciera la nube negra por el horizonte.



Porque antes que el pimiento y el calabacín, antes que el alambre y la mata, estuvo la nasa y el volantín, la jibiera y el Balermero, esa reliquia de barco que hoy preside en un pedestal la entrada a esta pedanía ejidense tan maltratada por los propios poderes fácticos de la provincia. El grito de Balerma en el Paseo burgués de Almería es el grito eterno de un  náufrago que se ahoga y al que nadie le arroja un salvavidas. ¡Arrojenselo por una vez!








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