La Voz de Almeria

Tal como éramos

Un domingo en la Plaza de Los Olmos

Fue una plaza tranquila, a la sombra de la vida vertiginosa de la Catedral, una plaza de niños y de curas solitarios

Niños con sus juguetes en una mañana de domingo en la Plaza de Los Olmos a finales de los años 50. Al fondo, una de las casas desaparecidas.

Niños con sus juguetes en una mañana de domingo en la Plaza de Los Olmos a finales de los años 50. Al fondo, una de las casas desaparecidas.

Eduardo de Vicente
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La Plaza de Los Olmos o de Bendicho era un rincón tranquilo que aunque lindaba con los muros de la Catedral se mantenía alejada del mundanal ruido que generaba el gran templo. Era una plaza serena, a la sombra de la vida vertiginosa de la Plaza de la Catedral, un buen refugio para los niños y para los curas solitarios que habitaban la casa sacerdotal.

La residencia de los curas ocupaba la franja sur de la Plaza de Los Olmos. Los niños decíamos que la plaza tenía dos hoteles: el Hostal Los Olmos que daba al norte y la casa sacerdotal, que servía de asilo a los curas que venían de otros lugares y que no tenían familia en la ciudad. Algunos se instalaban en aquel palacio y se traían a sus familiares para no estar solos en una época en la que era habitual que los hombres de la Iglesia vivieran arropados por sus madres o por alguna hermana que los acompañaba durante toda la vida y se encargaba de tenerlos en perfecto estado de revista: les lavaban y les planchaban la ropa, le hacían la compra y les daban de comer.

Entre aquellos sacerdotes que habitaban la residencia recuerdo la figura solemne de don Dionisio Pérez Abellán, toda una institución en la Catedral desde que en 1947 llegó a Almería como secretario particular del Obispo don Alfonso Ródenas. Los domingos, después de la misa matinal, don Dionisio solía detenerse un rato en la Plaza de Los Olmos donde se sentaba en uno de los bancos, bajo la sombra de un árbol a meditar y de paso a observar detenidamente los juegos de los niños. A veces, el canónigo se remangaba la sotana y se agachaba para jugar con nosotros a los petos, mientras nos contaba sus lejanos juegos de infancia en las calles de Jumilla. En otras ocasiones se refugiaba en la lectura y acababa dando cabezadas sobre el respaldo del banco.

De vez en cuando lo acompañaba otra cura ilustre, don Antonio Molina Alonso, que a los niños nos parecía tan viejo como Matusalén. Don Antonio contaba historias de Albanchez y de la guerra y si estaba con buen humor y los achaques no lo molestaban demasiado, nos cantaba salmos completos con una voz llena de fuerza que salía del fondo de su cuerpo octogenario.

La Plaza de Los Olmos era un escenario de domingos, de niños vestidos de limpio que llegaban desde las calles cercanas con sus juguetes en las manos y sus ganas de compartirlo todo y de madres que se contaban sus vidas bajo la sombra del arbolado. Mientras en la Plaza de la Catedral reinaba el ajetreo de la gente que iba y venía de misa y de los chiquillos que no paraban de alborotar y dar pelotazos a todo el que se cruzaba por delante, unos metros más abajo, en la escondida Plaza de Los Olmos, la vida transcurría a cámara lenta como si formara parte de otra dimensión.

En aquellos tiempos, a finales de los años sesenta, todavía estaba vigente el patio de la Casa de los Puche, que era como una isla en medio de la ciudad. Aquel escenario estaba lleno de magia, de rincones sugerentes: escaleras de piedra por donde los niños subían y bajaban en sus juegos, pequeñas habitaciones que se habían quedado deshabitadas y que servían de escondite, el patio trasero con su lavadero y las letrinas comunes, y arriba, el ‘terrao’, que era el desahogo de la casa, desde donde se podían tocar las piedras de la Catedral, desde donde se disfrutaba de las mejores vistas posibles en un tiempo en el que no existían aún los grandes edificios y todo parecía estar al alcance de la mano.

En una de las casas del ‘terrao’ vivía la tía Elvira Galindo, que se pasaba la vida limpiando el gallinero donde criaba sus pavos y sus gallinas con devoción de madre. Tenía un ejército de macetas con las que ella hablaba en sus ratos de soledad y media docena de pájaros que sacaba a tomar el sol todas las mañanas. La tía Elvira era sorda y había que decirle las cosas mirándole a los ojos, pero nunca perdió su sentido del humor y se pasó la vida instalada en una alegría permanente que contagiaba a sus vecinos.

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