El ‘juego’ de las peleas a cates
Las riñas formaban parte de la vida de los niños que no siempre se entendían dialogando

Niños del barrio de los Franciscanos jugando a los combates de boxeo en un terrao.
En aquellas calles repletas de niños, donde a veces confluían pandillas de barrios tan lejanos que nos parecían extranjeros, las riñas y los enfrentamientos estaban a la orden del día. Hoy pasas por la Plaza de San Pedro y ves a los niños jugar en paz y en perfecta armonía como si fueran ángeles custodiados por sus madres y te acuerdas de tu infancia, cuando siempre había una batalla pendiente.
Las riñas y el contacto físico formaban parte de la vida callejera de los niños, que no siempre se entendían dialogando. La diplomacia no era una de las asignaturas que nos enseñaban en el colegio y aunque nuestras madres nos recordaban aquello de que teníamos que portarnos bien porque si alguien le daba una queja de nosotros tendríamos que cumplir el correspondiente castigo, la verdad es que cuando salíamos a la calle y nos sentíamos en completa libertad no tardábamos en olvidar los buenos consejos y nos dejábamos llevar por las leyes que marcaba el grupo.
La calle te enseñaba ciertos valores. Te enseñaba a compartir, a valorar la amistad, a ayudar a un amigo cuando lo necesitaba y a encajar los golpes con valentía. En la casa, pegado a las faldas de tu madre, te hacías más vulnerable, mientras que en la calle, a fuerza de juegos, empujones y golpes, aprendías que la vida no era un camino de rosas y salías fortalecido.
En aquellas calles asilvestradas de entonces uno iba aprendiendo que la debilidad no era una buena compañera de viaje y que aunque no fueras el más intrépido del barrio estabas obligado a hacerte el valiente.
En aquel tiempo todavía se llevaban mucho los juegos de fuerza que a veces se nutrían de la violencia. Cuando veíamos por televisión uno de aquellos combates nocturnos de Urtain y de Legrá, al día siguiente, cuando salíamos a la calle, los niños jugábamos a imitarlos y boxeábamos poniéndonos como guantes los paquetes vacíos del café. Lo que empezaba siendo una escaramuza medio en broma, a veces terminaba en una auténtica pelea a cates. Los niños de entonces, al menos los de mi barrio, no nos peleábamos a guantazos ni a puñetazos; nos peleábamos a cates, que era un término más infantil, como de dibujos animados y de tebeos.
Las peleas estaban en el ambiente, se palpaban y no hacía falta que la provocación fuera mayúscula para que se prendiera el fuego. En medio de un partido de fútbol, bastaba una discusión por un gol que no había sido o por una patada a destiempo, para que se montara una trifulca y los rivales la emprendieran a cates.
El escenario, entonces, era fundamental. No tenía el mismo valor una pelea en la calle que una en el colegio. La refriega callejera terminaba con un intercambio de cates que casi siempre noqueaban al aire y en diez minutos, pelillos a la mar. Sin embargo, las broncas en la escuela o en la puerta del colegio, traían graves consecuencias para los protagonistas. En mi colegio, que era el San José de la calle de la Reina, recuerdo un par de peleas ‘a cate limpio’ que se resolvieron por la vía rápida en el despacho de don Rafael, que era el director. El maestro no elegía el camino del diálogo para imponer la paz, ni se detenía a escuchar la versión de cada uno de los contendientes. El veredicto era inmediato, rotundo, sin concesiones y los dos implicados, además de quedarse castigados después de la hora escolar, tenían que pasar por el sacrificio de la vara, que era un mal menor, o directamente recibían un par de tortazos del director, de aquellos que retumbaban en el colegio dejando un silencio inexorable en el ambiente.
La lucha estaba presente en la vida diaria de los niños. Si veíamos en el cine una película de espadachines, con dos palos viejos nos hacíamos dos espadas de madera y nos creíamos que éramos como Robin Hood. Otras veces recurríamos al armamento primitivo de los tirachinas que nosotros mismos nos fabricábamos con una goma y ramas de los árboles para hacer guerrillas con los enemigos de otros barrios.
Cuando en los años 70 se pusieron de moda las películas de Bruce Lee, los niños cambiamos los cates de toda la vida por patadas más sofisticadas y colocábamos las manos de canto y emitíamos extraños sonidos guturales, imitando a aquel chino americano que nos parecía invencible.