La caótica Plaza del Hospital
Era un sitio principal, pero durante años sufrió un profundo abandono

La Plaza del Hospital en los años 70, con la meseta de tierra que acentuaba su aspecto rural y abandonado. En la esquina estaba aún la farmacia de
Aquella plaza era un sitio principal de la ciudad en un tiempo en que el Hospital era el consuelo de media Almería. Era uno de los lugares más visitados, por encima de cualquier otro monumento, porque quien no tenía un familiar ingresado allí pasaba por alguna de sus salas para recibir atención médica.
Además, se trataba de uno de los edificios más antiguos de Almería y de los que aún conservaba su esplendor histórico, motivo más que suficiente para que alguien se hubiera ocupado de adecentar el escenario que lo rodeaba, sobre todo aquella plaza que no se sabía muy bien si pertenecía al mundo urbano o a la vega, con sus árboles frondosos y con aquella meseta de tierra que parecía un muro desmoronado que acentuaba el abandono general del lugar. Allí, sobre aquel montículo caótico, instalaron a principios de los años setenta un buzón de correos, cuando la correspondencia formaba parte de la vida cotidiana de la gente y en cada barrio había al menos un par de buzones para atender la gran demanda que existía.
No es exagerado afirmar que a comienzos de la década de los setenta, la Plaza del Hospital era de las más destartaladas que existían. No era solo aquella meseta perdida en tierra de nadie, sino el estado lamentable del pavimento, sembrado de baches y de hoyos, que se convertía en un lodazal intransitable cuando llovía con fuerza y la tierra de la meseta parecía una fábrica de barro. En alguna ocasión los enfermeros que trabajaban en el Hospital tuvieron que improvisar pasarelas con tablas para poder cruzar de una acera a otra y cubrir la puerta del recinto con maderas para que el agua no se colara en el Hospital.
A ese deterioro de la plaza y de las calles que bajaban de la Catedral, contribuyeron los tanques de la película Pattón, cuando en el mes de marzo de 1969 no tuvieron otro camino de paso hacia el lugar del rodaje que la Plaza del Hospital y las calles del León y de Velázquez, que ya estaban deterioradas de por sí, pero que desde aquel día acabaron medio destrozadas.
El Hospital de los años setenta funcionaba a toda máquina. Entonces la ciudad contaba con el 18 de Julio, la Bola Azul, la Cruz Roja, la Casa del Mar y la Casa de Socorro, pero el Hospital Provincial seguía siendo uno de los principales centros sanitarios por el lugar que ocupaba en el casco histórico y por la tradición que existía entre las familias de acudir allí cuando había algún problema de salud.
Fue a finales de la década cuando ampliaron el número de camas y aprobaron la construcción de un nuevo pabellón. Al Hospital íbamos a que nos sacaran sangre, a llevar la orina, a la rehabilitación después de una caída o de romperse un hueso y sobre todo, a que nos curaran las heridas de las batallas diarias. Los niños de entonces, que solíamos pasar medio día ‘tirados’ en la calle, éramos asiduos clientes del Hospital porque cuando no te magullabas una rodilla te abrías una brecha en la cabeza o te hincabas una púa o un alambre oxidado en la mano. Acudías allí porque no había otro remedio y tenías que pasar por la mano del enfermero de guardia para que te pusiera varios puntos de sutura o para que te inyectaran la temida inyección del tétanos, que era uno los grandes miedos que teníamos los niños de aquella época. Que te pusieran la inyección del tétanos era un trago mayor, una pequeña odisea por el dolor que ocasionaba, comparable solo a la temida inyección de la rabia, a la que también estábamos expuestos de tanto codearnos con los perros callejeros.
Aquella Plaza del Hospital de los años setenta tenía algunos negocios cercanos que también vivían del tránsito y de la vida del centro sanitario. Allí, haciendo esquina con el edificio nuevo, estaba la pensión Virtudes, donde paraban los que venían de los pueblos a visitar a algún familiar que estaba ingresado. Frente a la fachada principal, en la meseta de tierra de la plaza, aparecía el bar Paíno, que servía comidas caseras y era un buen refugio para los que venían de paso al médico. A comienzos de los años ochenta abrieron frente a la pensión el bar de Rafael, que también se beneficiaba de los familiares de los enfermos del Hospital y sobre todo, de los soldados del cuartel, que hicieron del negocio su auténtico refugio. Tenían su ruta oficial cuando salían de los muros militares, que pasaba por la pensión Virtudes para cambiarse de ropa y después por el bar de enfrente para quitarse el hambre a un precio módico.