Conchita Robles: la tragedia olvidada del Teatro Cervantes
La historia de una actriz asesinada y la lucha por mantener viva su memoria

La actriz almeriense Concha Robles.
Corría el mes de junio de 2007 cuando un periodista almeriense, José Ángel Pérez, me habló de una historia que me dejó clavado al asiento. “Tienes que conocer esto”, me dijo, con ese tono entre la fascinación y el respeto que solo los verdaderos narradores saben adoptar. Era una actriz. Una mujer asesinada en el mismísimo Teatro Cervantes de Almería. Y no una cualquiera, sino una cuya historia, según me contó, parecía destinada a ser rescatada del olvido por algún insensato con el suficiente arrojo. Fue entonces cuando supe de Concepción Robles Pérez. Conchita Robles. Su nombre, hasta ese momento, apenas era un eco aplacado entre las crónicas de un tiempo remoto.
Lo que me dejó descolocado fue descubrir que apenas nadie había escrito sobre ella. Más allá de aquel periodista, su memoria era poco más que una sombra desdibujada. Ese anonimato me sedujo, lo confieso, sobre todo cuando escuché los rumores sobre posibles fenómenos extraños en el lugar del fatídico crimen. Yo escribía sobre esos temas, así que era la excusa perfecta para que su historia no quedase sepultada entre las ruinas del tiempo y de aquel teatro que no pasaba por su mejor época. Fue así como me lancé a las hemerotecas, a los archivos, a las charlas en cafés con descendientes y testigos lejanos, incluso con algunos que la conocieron. El resultado fue un capítulo en ‘La cara oculta de Almería’, publicado en 2008, donde narré su tragedia y los rumores que envolvían aquel emblemático escenario: apariciones, susurros, una mujer de ojos y cabello que coincidía con los de la desafortunada actriz. “Historias de fantasmas”, rieron algunos para ocultar que se habían quedado fuera de juego. Un joven osado había sacado a la luz la historia de una almeriense que se le había escapado algún que otro historiador de salón. “Supercherías asustaviejas”, insistieron, aunque esas palabras jamás salieron de mi boca. Tan solo me remití a dar voz, que no es poco, a todos aquellos testigos de lo imposible. No soy quien para desdecirles, para negarles lo que supuestamente vieron, pero lo que de verdad me importaba era la vida de una actriz cuya historia me había atrapado. La excusa eran los fantasmas, sí, pero en esta tierra, donde el polvo se mezcla con la memoria, nunca se sabe dónde termina la realidad y comienza la leyenda.
Desde entonces, Conchita Robles ha sido una especie de compañera invisible. Porque la investigación no paró ahí, ni mucho menos. He sentido a Concha Robles en cada paso, en cada hallazgo inesperado. Fotografías inéditas que aparecieron gracias a un coleccionista peruano con más anécdotas que kilómetros siguiéndola. Documentación sobre otra tragedia ocurrida allí: la muerte del niño Manuel Aguilar, de quien nadie parece acordarse. O del propio Carlos Berdugo (con B, como rezaba su identidad; o con V, como lo escribía la prensa). Y, por supuesto, mi primera aparición en el programa ‘Cuarto Milenio’, cuando su historia llevó a Almería al horario estelar en la televisión nacional. Y todo fue gracias a su magia, la de Conchita Robles, desde ese momento inmortal. Muchos saben de la importancia de ese hito, también ella, que anhelaba ser conocida y aplaudida por muchas personas. Por eso murió, por luchar por sus sueños.
Guiños del destino
En todo este tiempo también he tenido pequeños guiños del destino que no puedo explicar pero que, si ustedes me permiten el romanticismo, prefiero interpretar como su manera de agradecer. Seguramente por eso volvimos con la ‘Nave del Misterio’ a su teatro, porque es suyo, porque su alma vivirá para siempre allí.
Hoy, me alegra ver que su nombre ya no es un desconocido y no quiero parecer pretencioso si confieso sentirme gustosamente culpable de ello, porque antes apenas se había hablado sobre ella. Hay placas conmemorativas, obras de teatro, libros, artículos en diarios, reportajes, investigaciones premiadas y hasta intentos de llevar su vida al cine y al musical. No puedo evitar sentir un cierto orgullo, aunque también un ligero desasosiego, porque sé que la historia de Conchita Robles aún no se ha contado del todo. Cada vez que abro mi caja de recuerdos, pues no me gusta llamarlo archivo, donde guardo sentencias, declaraciones, fotos y hasta manuscritos de la propia Conchita, siento que su historia me mira fijamente, como exigiéndome que continúe. Ahora anuncian un documental donde veo a un buen amigo como Curro Verdegay y a un gran investigador como Manu Artero, cuyo trabajo espero sea recompensado. También aparecen otros y otras que me destilan curiosidad sobre lo que vayan a contar, porque espero que sigan su propio ejemplo y honren a esta figura (es lo que me han criticado a mí) en vez de dejarse engatusar por los encantos de una cámara. La valentía de Conchita merece respeto y memoria.
Mientras escribo estas líneas, sostengo una fotografía suya. Sus ojos, de un azul implacable, parecen cobrar vida. Me atrapan, como lo hicieron la primera vez que la vi. Sé que Conchita Robles, allá donde esté, sonríe. Y yo también sonrío, porque todavía queda mucho por contar, mucho por descubrir. Como siempre, le pregunto si quiere que todo esto vea la luz. Y, como siempre, hay una respuesta. Pero esa, amigos míos, es otra historia.