Son timoneles enmedio de la ciudad desconocida; anónimos pilotos del trasiego de gente de otros lugares que viene a una metrópoli como Almería por primera vez; camarlengos de paseantes que miran nuestra Alcazaba o nuestra Plaza Vieja con los ojos descontaminados de la primera vez. Son más cruciales de lo que parecen, estos lazarillos de turistas. Porque de lo que ellos expliquen, de las palabras que derramen en esos paseos urbanos, depende que surja el encantamiento de los que nos visitan. Todo entra por los ojos, pero también por el oído. De la capacidad de emocionar que tenga un guía turístico del casco histórico puede depender que un asturiano venga una semana de vacaciones al año siguiente o termine por comprarse un chalé en El Toyo.
A uno de ellos, con barbita blanca y calva de Sean Connery se le puede ver casi a diario por la Plaza de la Catedral, hablando de los restos de San Valentín enterrados en el Claustro, de las fauces de los canes de Villalán en la fachada de la Seo almeriense, intercalando chistes exitosos entre un auditorio predispuesto.
Fernando VII empezó a  editar las guías de forasteros, con todos los cónsules y vicecónsules de las ciudades españolas, con todas las iglesias y ventorrillos: pero son más determinantes las narraciones de estos guías turísticos, la emoción que provoquen, los sentimientos que transmitan, que todas las colecciones de guías y planos de Almería juntos; para captar un turista es más eficaz una buena tapa, que todos los capiteles jónicos de la Iglesia de San Pedro.