Improvisar o morir
Mariana Collado y Julián Sanz fusionaron danza y arte sonoro en una nueva entrega del ciclo ImproVables

Julián Sanz y Mariana Collado, el pasado viernes en el ciclo ImproVables de la Fundación Unicaja.
Si algo define nuestro carácter —junto al jolgorio, la picaresca y la manía de llegar tarde con arte— es la improvisación. Esa habilidad para convertir el caos en belleza y la torpeza en duende. La Fundación Unicaja lo sabe y ha hecho de ello una bandera con su ciclo de improvisaciones escénicas, ImproVables, donde música y danza se lanzan al abismo sin red. Conviene recordar que los artistas no se han visto nunca, no ensayan, y se conocen minutos antes de salir al escenario.
El público, mayoritariamente octogenario y femenino — expertas en el arte de aguantar—, hacía cola una hora antes. El espectáculo era gratis. Y la espera bien mereció la pena.
El madrileño Julián Sanz, afincado en Almería, desplegó su alquimia sonora entre el punk, la electrónica, la música clásica experimental, y minimalista. Con su proyecto Erizonte o en solitario, es capaz de sacar notas al mismísimo aire. Salió entre el público con una ristra de cencerros al cuello y una melódica entre los labios, creando atmósferas que Mariana Collado habitó, retorció y estiró como si fuera arcilla.
Collado —bailaora, coreógrafa, escenógrafa, multipremiada nacional e internacionalmente, almeriense, lorquiana, formada en el conservatorio desde los nueve años, de familia aficionada flamenca— tiene el cuerpo lleno de pensamiento. Se contorsiona como poseída por una duendecilla circense, marca compás con los pies y con los dientes, cambia de outfit casi sin dejar de moverse. El público, hipnotizado, apenas respiraba para no romper el hechizo.
Y de pronto, lo inaudito: Sanz marca un compás entre bulerías pero no. Ella duda un segundo y baila. Un 11x8 que parecía imposible y se volvió carne. Asistimos pues al nacimiento de un nuevo palo: el “baile por Carboneras”, bautizado así por el músico en honor al pueblo innombrable, como explicaría más tarde en el debate.
Pero ahí no acaba la cosa. Cuando el músico se retira, dentro ya del camerino, la bailaora empieza a afinar un tono. El músico vuelve a salir y sigue su nota. Mariana se marca un cante salido del plexo solar. La concurrencia, y el desconcierto, en pie, aplauden a bocajarro.
Y es que el flamenco, ese organismo vivo, se enreda, devora y regurgita inexorablemente cuanto le rodea. Con ese lleno espectacular —más de 120 asientos y mucho público de pie—, entre ellos la activista intelectual Isabel Giménez Caro y el diseñador Paco Cañizares, se evidenció una verdad urgente, la hambruna cultural. La cultura compartida y gratuita no es caridad, es supervivencia. El gesto de gratuidad suena a revolución.