Hay una Almería que lee y no bosteza
De Duimovich a Artero; de Moreno Martín al padre Tapia; de Juan Grima a Círculo Rojo y a José Ramón Cantalejo

Niños en la biblioteca de Benahadux.
Ezequiel Navarrete y Garres -veratense, habanero, poeta, marino de piel morena- olía a tinta y siempre portaba en el bolsillo de su camisa de cuello abierto un bolígrafo Bic, por si la inspiración le asaltaba pescando calamares en su tinta; el pueblo de Vera ha inaugurado estos días una nueva biblioteca y le han puesto el nombre del nieto de aquel don Eusebio Garres, tan contador de cosas como su propio nieto y autor de la primera Historia de Vera; en Gádor también acaban de abrir otra; cada vez es más falso el mantra ese de que en Almería -y en el mundo- se lee menos. Las pantallas, tan perniciosas para otras cosas, son también un libro abierto, como lo fue la piedra labrada, el papiro y el pergamino medieval. Leemos de forma distinta a como leía Borges antes de quedarse ciego de tanto leer; leemos de forma apresurada, con menos pasmo, con menos curiosidad, con menos hambre, porque estamos indigestados de tanta información. Leemos menos en voz alta de lo que lo hacían nuestros abuelos, cuando transmitían la palabra escrita por medio de la palabra hablada en los cafés del Paseo, en el Círculo Mercantil, en la Casa de la Peña o en el Costum, esa especie de club masculino debajo de Casa Puga.
No todo tiempo pasado fue mejor: la libertad de imprenta es un derecho conseguido no hace demasiado si consideramos la inmensidad de los siglos. Llega el Día del Libro y vuelve la matraca sobre la ausencia de lectura en los niños, en los adolescentes, que ya no hay ningún lector en los bancos de La Rambla ni en los veladores del nuevo Café Colón. Y sin embargo se lee -"y sin embargo se mueve", musitó Galileo- por mucho que se niegue.
Nunca había habido tantas librerías en Almería, tantas bibliotecas. Lo digital complementa y fortalece en número el acto íntimo de leer. Qué posibilidades había hace 30 años de que un almeriense residente en Canadá pudiera leer en tiempo real una noticia sobre el ritmo de las obras de la Plaza Vieja. Qué sentido tiene enfrentar al bit con la tinta, al algoritmo con el papel hueso, a la pantalla cibernética con una resma encuadernada, sin son hijos de un mismo alfabeto. Es puro complemento en el que el papel también se vale de la informática, de los programas de diseño y edición, sin ordenador casi que no habría libros de papel.
Cierran librerías, pero abren otras. Cerró la Nóbel y la Cajal, pero abrieron Bibabuk y el Faro de Recóndito. Ahora acaba de ponerse en traspaso una librería de libros de segunda mano en la Plaza San Pedro -la primera en Almería, en el siglo XIX, también estuvo ahí, muy cerca, en lo que hoy es una frutería-verdulería donde venden repollos y donde antes se exhibían lomos con nombres de escritores como Víctor Hugo y de Dickens- que se llama Red-read, una especie de Cuesta Moyano madrileña en el centro de Almería. Llegará otra, seguro, como Disco Libro, en Pablo Iglesias.
A Círculo de Lectores le vino a sustituir Amazon, por ejemplo. La lectura se transforma, pero no desaparece. Lo cuenta con hondura Irene Vallejo, quién más sabe de libros en España, en El infinito en un Junco; lo cuenta también Carmen Aldehuela en su delicioso volumen sobre librerías e imprentas de Almería.
Recuerdo que de pequeño, en mi pueblo, Garrucha, no había biblioteca; cómo la iba a haber si no había alcantarillado, ni asfalto en las calles. La lectura popular ha sido también una conquista en la que la mujer almeriense ha tenido un protagonismo esencial como catadora de la buena prosa. Por ellas pudo José María Artero adentrarse entre los manglares de editar e imprimir historias locales, porque había ascuas que fueron encendiendo autores como Antonio Ledesma o el Padre Tapia dando lugar a editores como Juan Grima y a bibliófilos enciclopédicos como Antonio Moreno o más recientemente el abogado Cantalejo, herederos de aquellos Mariano Alvarez, suegro de Colombine, Duimovich, Santamaría, Sangermán o Antonio Cordero, que en sus pequeños cuartuchos del centro de la ciudad, atestados de anaqueles con libros antediluvianos mantuvieron viva la llama del placer por la lectura. Un sobrino de Franco, Hipólito Escolar, puso en marcha en Almería la biblioteca Villaespesa en el Paseo, que fue como un nuevo aliento cultural para aquella ciudad que quería salir de la grisura de los años 40. Tal día como hoy se fueron al mismo tiempo Cervantes, Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega, que murieron cuando nadie leía, comparado con lo que se lee ahora. En cuestión de lecturas, en Almería no estamos peor que nunca, estamos mejor que siempre. Una sola empresa de autoedición en Almería, Círculo Rojo, lanza más de 3.000 libros por año. Alguien terminará leyéndolos, hoy o dentro de 50 años, no caducan, la lectura nunca caduca porque, desde Homero, los sueños de los hombres no tienen fecha de caducidad.