Oler a feria
Oler a feria
Por alguna incógnita que no alcanzo a despejar, muchos almerienses han metaforizado la Feria como una especie de cornucopia emocional de la que mana incesante un torrente de tópicos de elaborada y pérfida factura que, en mi opinión, convendría ir erradicando con urgencia por razones de higiene mental. Uno de ellos, quizás el más propio de estos días previos al magno advenimiento de la conjunción casetera, es esa acuñación infame del “Ya huele a Feria”. Sí; ya sé que hay muchos más y que el espacio es reducido, pero tengan mucho cuidado a la hora de relacionarse con estos olfateadotes de eventos, porque hay rapsodas feriales sueltos a la caza de incautos a los que colocarles toda una pestiñada lírica sobre la feria de Almería. Y es que hay almerienses que ven movimientos en el recinto ferial, o ven los carteles anunciadores, o avizoran allí a lo lejos una pieza del Baby Maripaqui o un engranaje del Látigo Macareno y empiezan a brotarles recursos líricos por doquier, en una especie de transfiguración verbenera. “Ya huele a Feria”, dice uno. “Ummmm, es verdad que se nota”, dice otro inspirando profundamente. Pero vamos a ver, criaturas, ¿qué es eso de que huele a Feria? Visto desde la perspectiva pituitaria, una feria no es más que una amalgama de efluvios más o menos repulsivos que combinan la sudorina con la víscera entre alegres notas de fritanga y punzantes tonos avinagrados. Todo lo demás son ganas de revestir de lírica de saldo el olor que saldría de la cocina del diablo. Así que si alguien les aborda estos días y les suelta eso de que ya huele a Feria, no lo duden: escapen.