Aquello del chanchullo y el enchufe
La técnica del enchufe y la del tejemaneje tan de moda ahora en la política ya estaban presentes en la escuela

Un maestro dando clase en el colegio de La Salle del barrio de Los Molinos en los años 60.
Desde que tengo uso de razón el chanchullo, el tejemaneje, el dedo y el enchufe han estado presentes en la vida cotidiana y en algunos casos se asumían con normalidad. Toda la vida de Dios se han dado colocaciones a dedo y podría elaborar una larga lista de hombres y mujeres que entraron a trabajar en organismos oficiales por la puerta trasera, porque el padre o un familiar eran amigos de un cargo importante o porque como ocurrió cuando llegó la democracia, tenían alguna vinculación con el partido político que tenía el poder.
Tener un enchufe en la diputación o en el ayuntamiento no se consideraba una vulneración de la ley ni nada parecido, sino que se asumía con resignación por aquellos que no tenían a nadie a quien agarrarse. “Ese es que tiene al padre colocado en Hacienda y ha podido entrar sin tener estudios”, era una frase que se escuchaba sin que nadie se echara las manos a la cabeza ni se le ocurriera presentar una denuncia.
Fuimos creciendo tan familiarizados con los chanchullos que ya no nos producían ningún tipo de alarma o de sonrojo. Desde que éramos niños y estábamos en el colegio aprendimos que todos no éramos iguales, que si tu familia tenía amistad con el director o con un maestro el trato solía ser distinto. Los chiquillos utilizábamos mucho la palabra enchufado para referirnos al que gozaba de ciertos privilegios.
La figura del enchufado estaba en todos los ámbitos de la sociedad y en todas las edades. En el colegio el enchufado solía coincidir con frecuencia con el pelotas, o como nos gustabas decir a los niños, con el chaquetero, aquel personaje que estaba presente en todas las clases de todos los cursos, aquel privilegiado al que nunca sacaban a la pizarra, al que nunca castigaba el profesor. Ser el enchufado te concedía el dudoso privilegio de vigilar cuando el maestro se ausentaba unos minutos del aula, siempre por motivos de fuerza mayor. Entonces le llamábamos apuntar porque consistía en ir anotando en una libreta los nombres de los niños que alteraban el orden durante la ausencia del profesor para que después tuvieran su castigo. El enchufado apuntaba al que hablaba más de la cuenta y si se ponía chulo le colocaba al lado del nombre una cruz para que la pena fuera doble.
Solía ocurrir con cierta frecuencia que al apuntador le salía un compañero rebelde, normalmente el follonero de la clase, que lejos de atemorizarse se encaraba con el centinela y le decía aquello de como me castiguen por tu culpa te espero en la calle. Que otro te advirtiera que te esperaba en la calle no era un motivo de satisfacción, ya que no lo hacía para invitarte a un helado, ni para recordarte lo listo que eras, sino para “partirte la boca”, una expresión que era muy utilizada en el argot infantil de entonces.
El enchufado nunca recibía castigos, es verdad, pero tampoco gozaba jamás del placer de ser un follonero, de revolucionar una clase y alborotar de esa forma natural con la que se alborotaban los colegiales para huir de las malditas obligaciones.
Que importante era tener un padrino en cualquier parte. Lo supimos bien el día que nos tocó irnos a la mili. Allí comprobamos que aquellos soldados que conocían a un mando, aunque fuera un cabo primero, tenía mucha más suerte a la hora de las guardias y cuando llegaba el momento de solicitar un permiso.
Conocer a alguien que tuviera mano era fundamental a la hora de encontrar un buen trabajo. Los hijos de los empleados del banco tenían más opciones de colocarse allí que cualquier otro, del mismo modo que tener un familiar en el ayuntamiento te facilitaba el camino. Cuántos entraron a trabajar en las oficinas municipales a dedo, de la misma forma que hoy, que tanto presumimos de democracia, siguen entrando de tapadillo en puestos importantes con sueldos suculentos. Ahora ya no se les llama enchufados, una palabra que se ha pasado de moda; suena mucho mejor llamarles asesores, que es el oficio preferido en ayuntamientos y diputaciones.