La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los niños que no tuvieron infancia

Con nueve o diez años,muchos tenían que buscarse un trabajo para sacar sus casas adelante

El niño de los barquillos de canela que ayudaba a su padre en la venta ambulante, en la parada de autobús de la Puerta de Purchena allá por los años 50.

El niño de los barquillos de canela que ayudaba a su padre en la venta ambulante, en la parada de autobús de la Puerta de Purchena allá por los años 50.

Eduardo de Vicente
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Cada uno de nosotros somos rehenes del tiempo que nos ha tocado vivir. Nuestras vidas dependen de la época que nos corresponde y en esta suerte de nacer en un tiempo o en otro el mayor ejemplo de resistencia y de supervivencia lo dieron aquellos que fueron niños en la guerra y en la posguerra, sobre todo los que estuvieron en el lado de los perdedores, los que conocieron el hambre, la falta de higiene, los piojos en la cabeza y el miedo atroz a esa enfermedad feroz que fue la tuberculosis, que tantas almas infantiles se llevó por delante.

Muchos de ellos no pudieron ir a la escuela o si la pisaron tuvieron que dejarla antes de tiempo porque la necesidad apretaba y se tenían que poner a trabajar en lo que fuera para ayudar a sacar a sus familias adelante. Otros tuvieron la suerte de ingresar en alguno de aquellos hogares que Auxilio Social puso en marcha en la ciudad y allí poder recibir una formación mínima y sobre todo, tener la posibilidad de comer tres veces al día.

Había niños que mendigaban y otros que ayudaban a sus padres en la venta ambulante o encontraban la salida de colocarse como aprendices en un bar o en alguno de los talleres industriales que había en la ciudad. Quién no se acuerda de aquellos niños que iban vendiendo frutos secos con una canasta de mimbre por las calles a finales de los años sesenta; eran los herederos de aquellos chiquillos trabajadores de la posguerra que se ganaban el jornal con la venta callejera, a veces en oficios tan precarios como limpiando zapatos en la puerta de los bares o vendiendo vasos de agua en la Feria.

El hambre fue el inquilino fiel de la mayoría de las casas de las familias humildes de Almería y el más incómodo compañero de los niños de la época. El hambre era constante en los primeros años de la posguerra y conseguir una plaza en uno de los hogares infantiles que se instalaron en la ciudad o en el mismo preventorio antituberculoso cuando lo abrieron, era una conquista porque significaba poder comer varias veces al día. Que un niño de entonces ingresara en el preventorio se consideraba un lujo para la familia. Era preferible correr el riesgo que significaba compartir el techo con niños ya enfermos de tuberculosis, que estar en la calle expuesto a la batalla constante del hambre, que era el gran aliado de la enfermedad.

Había barrios enteros marcados por el estigma de la miseria, con familias habitando en cuevas y niños revoloteando por las calles para poder buscarse la vida.

En julio de 1939, recién acabada la Guerra Civil, la obra Auxilio Social había puesto en funcionamiento en Almería seis comedores de niños con una capacidad para mil quinientos comensales y tres cocinas de hermandad preparadas para afrontar un racionamiento diario de más de diez mil comidas. Comer todos los días era una aventura y los grandes derrotados eran los niños sin recursos que en un número importante merodeaban por las calles buscándose la vida para poder sobrevivir.

Todos los años, cuando llegaban los días de Navidad, la ciudad se conmovía y un sentimiento de solidaridad anidaba en los corazones de los más pudientes. Entonces se organizaban campañas para que los más necesitados no pasaran faltas en fechas tan señaladas. Para los Reyes Magos de 1941 se distribuyeron las raciones gratuitas asignadas a 5.600 familias humildes, que consistían en un kilo de harina de maíz, medio kilo de arroz y un cuarto de litro de aceite. Además, dos mil niños recibieron equipos completos de ropa. Se les entregaron lotes de prendas con camisetas y calzoncillos, jerséis de lana, vestidos, bragas, pantalones, calcetines y alpargatas. Los maestros de las escuelas se encargaron de seleccionar a los muchachos y muchachas que por sus circunstancias de pobreza tenían derecho a recibir el lote.

Si algo abundaba en aquella Almería de la posguerra eran los niños y el hambre, que llenaban las calles y las plazas por igual. Como faltaba la comida y sobraba el sol, nada mejor para engañar al estómago que revolotear como moscas al aire libre, que mientras jugaban se olvidaban del plato de comida caliente con el que soñaban todas las noches. En medio de aquel panorama se entiende que apenas hubiera gordos. Fue entonces cuando se extendió la creencia de que estar rollizo, con kilos de sobra, era como decir que una persona gozaba de buena salud.

Aquellos niños de la posguerra asistieron a grandes cambios en los pocos años que le duró la niñez. La necesidad apretaba en las familias más humildes y la infancia no llegaba más allá de los doce o los trece años, cuando un niño tenía que hacerse hombre antes de tiempo. Unos pocos tuvieron la oportunidad de seguir estudiando, mientras que la mayoría maduraron a toda prisa aprendiendo una profesión que los alejara del hambre.

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