La Voz de Almeria

Tal como éramos

La ciudad deportiva de la Rambla

En las pistas de la Rambla se jugaba con zapatos, con la ropa del colegio y hasta casi desnudos

Pistas de cemento de la Rambla, propiedad de los primeros que llegaran con una pelota debajo del brazo.

Pistas de cemento de la Rambla, propiedad de los primeros que llegaran con una pelota debajo del brazo.

Eduardo de Vicente
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Uno de los momentos de felicidad de los que tanto abundaban en la infancia, era ese instante en el que con la pandilla del barrio nos asomábamos al muro de piedra de la Rambla y descubríamos que las pistas polideportivas estaban vacías. Había que madrugar en los días de vacaciones para poder coger sitio o rezar para que los que estaban jugando tuvieran el gesto de generosidad de pedirnos un desafío cuando terminaran de jugar su partido.

Aquellas pistas de cemento eran gloria bendita mucho antes de que apareciera el milagro de la hierba artificial. Los niños de entonces no éramos exigentes, nos conformábamos con un trozo de tierra aunque tuviéramos que quitarle los loscos para poder montar algo parecido a campo de fútbol. Estábamos tan acostumbrados a los solares, a la arena de la playa y al asfalto de las calles que el día que encontrábamos un hueco en una de las pistas de la Rambla nos sentíamos afortunados de verdad, como si estuviéramos pisando el estadio Maracaná.

No nos importaban los agujeros que el tiempo y las salidas de la Rambla fue dejando en las pistas, ni las piedras que las invadían ni el sol que te castigaba sin una sombra que echarte a la cabeza. Aquel escenario caótico en medio de un cauce desértico fue para una generación de niños y adolescentes la primera aproximación a una ciudad deportiva cuando en Almería vivíamos huérfanos de instalaciones.

Las pistas de la Rambla no tenían guarda ni conoció jamás la más mínima señal de mantenimiento. Cuando llovía con fuerza, un hecho que se producía al menos un par de veces al año, nos quedábamos sin estadio durante una semana, hasta que el barro se secaba. Poco nos importaban los charcos, que formaban parte de nuestra vida callejera y les daban a los partidos un aire épico de fútbol del norte.

En las pistas del cauce se jugaba a todas horas, incluso cuando se hacía de noche y le cogíamos prestada la luz a las farolas del malecón aunque apenas daba para intuir donde estaba la pelota. En las pistas de la Rambla se jugaba de forma salvaje, como jugaban los niños entonces, como si fuera la primera y la última vez, sin contemplaciones y sin cronómetro: se sabía el momento en el que empezaba el partido, pero no cuando terminaba; se jugaba hasta que no quedaban fuerzas para más o cuando dos rivales cabreados se enzarzaban en una pelea a cates.

En las pistas se jugaba sin protocolos, a veces con una pelota de plástico y otras, haciendo ostentación de un lujo impropio de la época, con un balón de reglamento al que había que quitarle aire con el capuchón de un bolígrafo para que no botara con tanta violencia. Allí se jugaba con la ropa del colegio y con los zapatos de los domingos; se jugaba descalzo y a veces medio desnudos si el calor apretaba con fuerza. Poco importaba que estuviéramos en el centro de la ciudad, a la vista de todo el que pasaba por los andenes, porque allí abajo, con una pelota en los pies, teníamos la sensación de estar lejos del mundo.

Aquellas de la Rambla fueron un invento del ayuntamiento para humanizar el viejo y denostado cauce. En 1968 se puso en marcha la primera pista donde se empezaron a organizar campeonatos de balonvolea y fue tanta la aceptación que unos meses después se aprobó la iniciativa de dejar dos pistas polideportivas permanentes en la Rambla. En junio de 1969 dieron comienzo las obras, que contemplaban también la construcción de casetas para los vestuarios. Para ponerlas en marcha, la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes aportó una subvención de quinientas mil pesetas.

Los trabajos se prolongaron durante varios meses, pero antes de que estuvieran completamente terminados, la riada del mes de enero de 1970 se los llevó por delante, convirtiendo las pistas recién hechas en un erial con dos dedos de barro y otros dos de piedras. La tormenta arrastró también el presupuesto destinado para las pistas y dejó el proyecto a medio hacer de por vida. Unas semanas después de la avenida, cuando el cemento se fue secando, fueron los propios niños, los que acudían de todos los barrios a jugar al fútbol, los que se encargaron de adecentarlas y ponerlas en funcionamiento.

Las dos pistas polideportivas humanizaron durante aquellos años la Rambla de Belén, aunque nunca llegaron a estar terminadas ni contaron con los vestuarios que contemplaba el proyecto sobre el papel.

Las pistas tenían la ventaja de su condición de terreno neutral al estar ubicadas en un espacio común que estaba cerca de todos los barrios, por lo que allí se citaban para jugar niños del Parque o del barrio de La Catedral con los que venían del Quemadero o del barrio de Los Ángeles. Poco importaban las piedras que invadían los laterales de la cancha ni los boquetes que se fueron abriendo por la falta de conservación. Lo que realmente importaba es que allí se podía jugar con libertad, sin el miedo de los municipales que iban quitando los balones por las calles, y sin temor a que viniera un coche y se llevara a alguien por delante.

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