La cruda realidad de un Parque que de Nuevo ya no le queda nada
La zona más moderna del Parque exhibe una brutal decadencia

Hace años que los bancos de piedra del Parque Nuevo se desmoronan día a día.
El Parque Nuevo ha traspasado la frontera de los ochenta años, pero parece que tiene muchos más debido al estado de abandono que presenta. De vez en cuando lo intentan maquillar dándole vida con mercados de objetos antiguos o con iluminaciones extraordinarias en Navidad, pero la decadencia no se corrige con un manguerazo de agua ni con luces de colores que en ningún caso pueden ocultar el ocaso de un recinto de ocio público que fue abandonado hace tiempo por los responsables municipales y también por los ciudadanos.
Los bancos de piedra se están cayendo a trozos. Las ramas de los árboles centenarios han ido levantando el suelo por el que parece haber pasado un terremoto. Los jardines no tienen el mantenimiento que debieran y la zona noble del Parque, la que empieza frente a la fuente de los Peces de Perceval, donde se levantan los árboles más frondosos, se ha convertido en un espacio de descanso donde bajo las sombras echan la siesta lo que aguardan a coger un barco.
La historia del Parque Nuevo es la crónica de un fracaso, de un sueño que fue de más a menos, de una ilusión compartida por una ciudad que se fue desvaneciendo con el paso de los años, acorralado por una carretera nacional y por la aparición de la delincuencia en los primeros años de la Transición, que convirtió el recinto en un territorio poco recomendable. El Parque tuvo sus días de gloria. Estuvo de moda tanto o más como la Alcazaba, como lo demuestran los viejos álbumes de fotografías familiares. Todos tenemos una fotografía en el Parque porque era el escenario oficial de los paseos de los domingos, un lugar amable y lleno de contrastes, un sitio tranquilo que miraba de frente al mar y de reojo al Paseo.
El proyecto de prolongar el Parque Viejo con otro gran escenario de esparcimiento que uniera la desembocadura de la calle Real con el puente de las Almadrabillas era una vieja aspiración de la ciudad que empezó a hacerse realidad en los años cuarenta. Poco a poco el Parque nuevo fue convirtiéndose en una realidad y a lo largo de dos décadas llegó a convertirse en un referente para los almerienses. Fueron años de éxito. Las obras habían cumplido con el objetivo y Almería tenía una zona de esparcimiento extensa donde era posible disfrutar de dos ambientes distintos: por un lado el del Parque Viejo, con su universo de sombras y recovecos, y por otro, el que ofrecía el Parque recién construido, más abierto al sol como si fuera la antesala del puerto, y salpicado de diversos escenarios que realzaban su belleza.
Al comienzo del Parque, frente al puente de las Almadrabillas, se construyeron unas pérgolas de ladrillo que de alguna manera recordaban al viejo barrio de la calle de Pescadores sobre el que se levantó el nuevo recinto. Las pérgolas le daban un toque de intimidad a aquel lugar donde el Parque se unía con la carretera y servían de recogimiento. Ese primer tramo del Parque cambió de aspecto unas décadas después, cuando se emprendió su reforma de cara a la celebración en Almería de la Semana Naval. Desde entonces el Parque Nuevo vivió instalado en una renovación permanente que no llegó a ningún puerto y que acabó abocándolo al fracaso.
Levantaron una gran pared de piedra para hacer el monumento a los hijos del mar, taponando la visión de conjunto que se tenía del Parque, de una punta a otra, y se derribaron las pérgolas. Por aquellos tiempos, eran los primeros años setenta, el Parque ya no tenía el mismo significado que cuando se inauguró. Había perdido su identidad como lugar de referencia, como zona de recreo y esparcimiento y aunque el Ayuntamiento había intentado recuperarlo con la instalación de un Parque infantil con columpios en la explanada frente a la calle Real, el Parque estaba en decadencia y solo se animaba cuando llegaba la feria.