Los juegos en los que había que ‘matar’
Con un revólver de pasta los niños jugaban a los pistoleros que veían en las películas

Un niño de la calle Valdivia con una pistola de juguete en la mano, junto a otro que coge el palo de madera de sujetar la ropa tendida como si fuera una lanza.
La vida no era un camino de rosas ni las calles estaban pobladas por ángeles del cielo que iban dando lecciones de bondad a diestro y siniestro. La maldad y la violencia también formaban parte de nuestro paisaje cotidiano y aunque en la familia y en el colegio nos trataban de guiar por el sendero de las buenas maneras a base de educación, esa vena vehemente y a veces agresiva que estaba siempre latente se dejaba sentir también en los juegos infantiles.
Jugar a ‘matar’ era un entretenimiento tan extendido y tan interiorizado y asumido que desde que un niño empezaba a corretear por las calles también empezaba a pegar tiros. Uno de los regalos más habituales en la primera infancia era la pistola de juguete que tanta ilusión repartía. Qué niño de antes no tuvo su pistola, aunque fuera de agua o una de aquella escopetas que llevaban un tapón de corcho en el cañón. Sin que nadie nos dijera nada, cuando nos regalaban la pistola de plástico salíamos a la calle disparando a todo lo que se movía, como hacían los personajes de las películas que veíamos en el cine.
Los niños de finales de los años sesenta, que crecimos viendo las series de Bonanza y del Virginiano, soñábamos con que los Reyes Magos nos pusieran uno de aquellos correajes con dos buenos revólveres para convertirnos en pistoleros. Bien armados salíamos a la calle dispuestos a llevarnos por delante al primero que nos hiciera frente, y si al juego de pistolas y al correaje se le sumaba la mítica estrella de Sheriff, entonces nos creíamos intocables, henchidos de autoridad.
Los sábados por la tarde, cuando en televisión echaban alguna película de romanos, nada más terminar de verla íbamos en busca de un palo viejo para batirnos en duelo con medio barrio. Nos creíamos espadachines de verdad y cuando acertábamos con la falsa espada en el pecho del contrario, no dudábamos en gritar: “Te he matado, te he matado”.
Cuando veíamos una película de esas que llamaban de cine negro, jugábamos en la calle a lo que antes denominábamos ‘policías y ladrones’, que consistía en ir en busca de los malhechores y resolver los asuntos a base de tiros. Matábamos de mentirijilla, pero lo hacíamos con tanta naturalidad como si nos estuviéramos comiendo una tableta de chocolate.
Las películas nos servían de inspiración, nos daban ideas, como aquellas de Tarzán que estaban de moda y que nos empujaban a los niños a trepar por los árboles del Parque Viejo. Hacer de Tarzán era un privilegio, aunque no tanto al que le tocaba el papel de imitar a la mona Chita.
La guerra y la brusquedad formaban parte de nuestros entretenimientos y a veces se llegaba a extremos peligrosos cuando dos pandillas de barrios distintos se liaban a pedradas y había que llevar a algún herido al Hospital a que le dieran unos cuantos puntos en la frente. Normalmente, las guerrillas se organizaban en territorios neutrales apartados de la civilización. Los campos de batalla habituales estaban en el cauce de la Rambla, en la playa, en la explanada del muelle, en el Rambla de la Chanca y en los descampados del Quemadero.
Mucho menos inocentes que las pistolas de plástico, que las escopetillas de feria o que los palos que utilizábamos como espadas eran las armas de fabricación casera. Con una sencilla goma de las que se usaban para agarrar las cajetillas de los huevos hacíamos tiradores con munición de cartón duro y a veces de grapas, que hacían más daño. El arma artesanal más temida era entonces el legendario tirachinas que se fabricaba de forma sencilla con un trozo de rama de árbol haciendo uve y un pedazo de goma.
Jugábamos al pulso, que también era un juego violento porque había que doblegar al rival con la fuerza de una mano, y jugábamos a los combates de boxeo imitando con los puños al ídolo de entonces que era Cassius Clay.
‘Matábamos’ jugando y a veces lo hacíamos también de verdad, cuando organizábamos peleas de hormigas o de moscas, quitándole previamente las alas. La violencia formaba parte del juego como de la vida cotidiana y había que saber encauzarla por los conductos reglamentarios para que no perjudicara nuestra formación.
En juegos tan inocentes como podía ser el parchís, que celebrábamos en familia alrededor de la mesa de camilla, también se mataba, aunque en vez de utilizar el verbo matar usábamos el verbo comer, que quedaba más correcto. Matábamos en el ajedrez y le dábamos jaque mate al rey, que era como decir que ya no tenía escapatoria, que estaba sentenciado.
La mayoría de aquellos chiquillos supimos digerir las dosis de violencia que se respiraba en los inocentes juegos infantiles, aunque otros, muchos también, acabaron atrapados en ella en aquellos tiempos convulsos de la Transición.