La Voz de Almeria

Tal como éramos

El refugio espiritual de Almería

La Molineta es un lugar necesario, un rincón que tenemos que proteger

En los años sesenta los jóvenes iban a la Molineta a compartir historias y canciones.

En los años sesenta los jóvenes iban a la Molineta a compartir historias y canciones.

Eduardo de Vicente
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La Molineta es un lugar necesario, un rincón que tenemos que proteger si es que llegamos a tiempo, antes de que el voraz apetito constructor de nuestros queridos políticos no se la lleva por delante.

Aquel universo de cerros te invita a perderte del mundo mirando a la ciudad. Es un privilegio que no valoramos, un pequeño tesoro al que le damos la espalda sin tener en cuenta su historia ni la belleza de sus rincones.

La Molineta era el desahogo de la ciudad, la alternativa a la playa cuando alguien quería fugarse, huir del ruido de las calles y perderse unas horas por ese universo de soledades. Cruzar la Rambla de Belén significaba entrar en otra dimensión, atravesar una mínima barrera tras la que aparecía un escenario de otro siglo donde el tiempo parecía detenido entre sus cerros. Mundo de acequias y balsas donde el agua fue venerada como un dios; mundo de pencas y pitas, de algarrobos, almendros y pinos que dieron sombra a las parejas de enamorados que tejieron mil historias entre sus silencios. Qué distante parecía la ciudad vista desde la cima de aquellos montes donde no llegaban más ruidos que el canto de los pájaros y el mugido de las vacas. Allí, el olor del campo se mezclaba como en ninguna otra parte con el de la brisa del mar y con el aroma caliente que llegaba de los establos.

La Molineta formaba parte de un amplio entorno que empezaba en la misma Rambla de Belén, lugar que durante décadas fue un universo lleno de cortijos, tan alejado y a la vez tan cerca del centro de la ciudad. El cortijo de Góngora que mostraba su majestuosidad frente a la finca de los Fischer, la calera de Juanico ‘el Gachupa’ donde iban la gente a comprar los sacos de cal que se utilizaban para blanquear las fachadas de las viviendas, la zona del polvorín, el cortijo de Baeza, donde en los años de la posguerra fijo su residencia el conocido ingeniero y terrateniente don Agustín Baeza Echarri, el cortijo de San Marcos, el del Consuelo, el de Emiliano, el del Capitán, el de Pepe Tesoro, fincas donde la vegetación y el agua llenaban de vida aquellos parajes.

Más arriba, subiendo la cuesta que conducía hasta los cerros más altos de La Molineta, aparecían las llamadas casas del motor de Góngora, que todavía hoy se mantienen en pie, ya en estado de abandono. El motor era como un dios que se encargaba de extraer el agua del pozo para regar las huertas de los cortijos. Era un santuario entre las rocas y alrededor se levantaron varios grupos de casas que los propietarios de la gran finca construyeron para las familias que trabajaban para ellos: aparceros, cocheros, pastores, guardianes...

Coronando La Molineta, por la parte del camino que iba hacia la Cruz de Caravaca, estaba el cortijo de don Arturo Giménez López, el periodista que se hizo célebre por contar en sus artículos todos los sucesos que rodearon al crimen de Gádor, el famoso caso del saca mantecas. Don Arturo tuvo su finca en La Molineta y el día que consiguió extraer agua del suelo fue tan grande el acontecimiento que para celebrarlo reunió a sus mejores amigos en el cortijo para compartir un almuezo suculento.

La Molineta fue un lugar de retirada para celebrar el almuerzo del día de Año Nuevo, y en los años de la posguerra se convirtió también en el escenario donde iban las familias a pasar un día de campo cuando llegaba la festividad del 18 de Julio. Los domingos, los cerros se llenaban de pandillas de jóvenes que aprovechaban la cercanía del paraje para hacer excursiones a pie en un tiempo en que casi nadie tenía coche. La Molineta fue también el refugio perfecto para los muchachos que hacían zonga y aprovechaban la soledad del lugar para esconderse en las horas que le robaban al colegio. Muchos de ellos compartieron sus primeros cigarrillos bajo la sombra de un árbol comiendo algarrobas y vinagreras.

Los jóvenes de los barrios cercanos, los que deambulaban por sus laderas a diario, conocían perfectamente cada rincón de La Molineta y sabían burlar la vigilancia de los guardas para disfrutar de sus balsas. Ellos se bañaron en la de los Cien Escalones, un lugar de referencia en la mitología infantil de la época, donde los más atrevidos se lanzaban de púa y jugaban a recalar, donde acudían a quitarse la sal para que sus madres no descubrieran que habían estado en la playa. No había una aventura más emocionante que zambullirse en la balsa de los Cien Escalones desafiando todos los peligros que la rodeaban.

Hasta los años sesenta, La Molineta conservó su mundo de cortijos aislados, de rincón solitario tan lejos de todo. El crecimiento del barrio de Los Ángeles empezó a cambiar la fisonomía de aquellos cerros y la ciudad le fue robando terreno. A comienzos de los años setenta la construcción de dos grandes colegios públicos, el Cruz de Caravaca y el Francisco de Goya, obligaron a urbanizar la gran cuesta de acceso desde la Carretera de Granada. Lo que antes fue una vereda se transformó en una carretera por donde empezaron a subir los coches y los autobuses.

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