La Voz de Almeria

Tal como éramos

Cuando dormías con tu hermano

En las casas con familias numerosas era habitual compartir la cama entre dos

Los hermanos Fernández del barrio de la Plaza de Toros, allá por los años 70.

Los hermanos Fernández del barrio de la Plaza de Toros, allá por los años 70.Eduardo de Vicente

Eduardo de Vicente
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Hubo un tiempo en que los niños teníamos que compartirlo casi todo con nuestros hermanos, un tiempo en el que estaban de moda las familias numerosas y había que estrujar hasta el límite el poco espacio que quedaba dentro de las casas para que fueran de verdad ese hogar en el que tanto empeño ponían nuestras madres.

Tener un dormitorio para ti solo era una utopía, un lujo al alcance de pocos, salvo que fueras hijo único y no hubiera en la casa más rey que tú. Lo habitual, en una vivienda con varios hijos, era que te tocara compartir la cama con el hermano más cercano en edad y la habitación con toda la prole. En mi casa, antes de que mi hermano mayor se fuera a Granada a estudiar, los cinco habitábamos el mismo dormitorio repartidos en tres camas. Aquella costumbre, que hoy sería considerada como un problema, era para nosotros gloria bendita, ya que una alcoba llena de hermanos era una invitación constante al juego y a la juerga. La noche que no organizábamos una partida al parchís acabábamos jugando a las cartas o escuchando en silencio y aterrorizados, una de aquellas historias de miedo que se sacaban del bolsillo los hermanos mayores antes de irse a dormir.

Cuánto nos gustaban los relatos del hombre del saco que se llevaba a los niños y de las casas donde los objetos se movían empujados por un fantasma cuyo espíritu se había quedado atrapado dentro de un baúl a la espera de que alguien lo rescatara en una sesión de espiritismo. Cuando más nos apretaba el miedo más nos pegábamos al hermano con el que compartíamos los sueños.

Cruzamos la infancia durmiendo con un hermano en la misma cama, dándonos calor en invierno y compartiendo el sudor en las noches de verano. Cuando el hermano con el que dormías cogía una gripe, lo que era frecuente en invierno, ya sabías que a ti también te iba a tocar pasarla. Solo se rompía el protocolo en casos más serios, cuando en vez de un resfriado se trataba de un sarampión o de unas ‘palluelas’, enfermedad muy temida ya que según se decía entonces, si no se curaba bien podía dejar secuelas.

Con los hermanos no solo compartíamos la cama y el dormitorio, también los juegos, los llantos, las ilusiones y las decepciones. Compartíamos el mismo colegio, la misma plazuela en la que jugábamos y si la diferencia de edad no era importante compartíamos hasta los amigos, hasta la ropa y hasta los mismos gustos musicales.

Los que teníamos hermanos mayores nos sentíamos doblemente protegidos. Ellos tenían la obligación de cuidar de nosotros cuando estábamos en la calle y de ayudarnos en los momentos más comprometidos. Quién no dijo alguna vez aquella frase de “se lo voy a decir a mi hermano” cuando otro niño te pegaba o no te dejaba jugar con el grupo.

Cuando la diferencia de edad superaba los cuatro o cinco años casi siempre se producía una ruptura cuando el hermano mayor empezaba a perderse por los callejones de la adolescencia. Uno, el pequeño, seguía inmerso en su universo infantil, mientras que el otro, el grande, se sumergía en ese camino tortuoso que llevaba a la rebeldía. A pesar del distanciamiento, los menores también nos beneficiábamos de los descubrimientos constantes de nuestros hermanos. Conocíamos de cerca a sus primeras novias que nos llenaban de besos y asistíamos sorprendidos a sus primeros bailes caseros. La música también nos unía a los hermanos, aunque a veces era la causa de algún desencuentro. Cuando mi hermano mayor salía con sus amigos, a mí me gustaba refugiarme en su habitación y registrar en sus cajones prohibidos. Cuando me cansaba de hurgar me acostaba en su cama, le cogía prestado el radio-casete que le habían traído de Melilla y me pasaba las horas muertas escuchando sus cintas.

Los hermanos mayores nos contaban historias que estaban llenas de aventuras para nuestros ojos de niños. Nos hablaban de sus escaramuzas en el instituto, de las emociones de saltar por encima de los vagones del tren para llegar al Tagarete, de los motes que tenían los profesores, del follonero de la clase que siempre terminaba siendo expulsado, de los partidos de fútbol en el estadio de la Falange.

Los que teníamos varios hermanos mayores pudimos disfrutar intensamente de su presencia, pero también tuvimos que sufrir el desarraigo de las despedidas. Un día se marchaban a estudiar fuera o a cumplir con el servicio militar. La ausencia de un hermano llenaba la casa de soledades durante las primeras semanas y los lugares comunes se hacían insoportables. La marcha de un hermano fue para muchos de nosotros la primera vez que tomamos conciencia del inexorable paso del tiempo.

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