La Voz de Almeria

Tal como éramos

Las entrañas de la fábrica de Oliveros

Tenía un comedor de obreros, dos pozos de agua, sala de duchas y las casas de los dueños

Los talleres de Oliveros ocupaban una extensa manzana entre la Carretera de Ronda, la Rambla y la Huerta de los Picos. Llegó a  tener un campo de fútbol.

Los talleres de Oliveros ocupaban una extensa manzana entre la Carretera de Ronda, la Rambla y la Huerta de los Picos. Llegó a tener un campo de fútbol.

Eduardo de Vicente
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En agosto de 1981 una parte de la tramoya de la Feria se montó en el solar de la fábrica de Oliveros. Al otro lado de la Plaza Circular aparecía aquel descampado donde carteles gigantescos anunciaban a los almerienses la próxima construcción de un lujoso complejo residencial. Empezaba un tiempo nuevo para la que había sido la gran fábrica de Almería, el taller por donde pasaron miles de obreros a lo largo de varias generaciones, un lugar sagrado para la economía de la ciudad.

En aquellos terrenos donde se instaló parte de la Feria de aquel año y donde se anunciaba el futuro urbanístico de la ciudad en forma de pisos modernos, había reinado una industria familiar que en los buenos tiempos llegó a tener en su plantilla cerca de quinientos trabajadores. Los talleres de la familia Oliveros eran una pequeña ciudad al otro lado de la Rambla. Una ciudad con sus propias leyes y sus propios horarios que se extendía a lo largo de 80.000 metros de terreno. Uno se podía perder en aquel escenario si no iba acompañado de alguien que conociera el terreno. Tenía una nave dedicada a la carpintería, una fundición de hierro y acero, un pabellón dedicado a la forja e inmensos solares donde permanecían varados los vagones de los trenes que llegaban a la fábrica para ser reparados.

La empresa de Oliveros disponía de un amplio comedor para los obreros, aunque no tenía servicio de cocina. Era una nave con mesas y sillas donde los trabajadores devoraban el almuerzo que se llevaban de sus casas. Oliveros contaban en su interior con dos pozos de agua, uno se utilizaba para el abastecimiento de la fundición y otro para llenar los depósitos de los servicios y de las duchas. Una industria donde se trabajaba con el hierro estaba obligada a tener una zona de vestuarios con sus correspondiente equipo de duchas. Contaba el centro, además de los espacios dedicados a talleres, con almacenes, garaje, economato, portería y un pequeño ambulatorio con un moderno aparato de rayos X.

Oliveros tenía sus propios horarios, los que iba marcando el famoso pito de la sirena italiana que era el símbolo de la fábrica. El pito de Oliveros llegó a ser una referencia para la ciudad cuando la gente tenía noticias de la hora exacta gracias a sus toques. Aquel artefacto tenía un motor y un juego de trompetas que pasaban exhaustivos reconocimientos porque como solía recordar don Antonio Oliveros, “yo puedo ponerme malo y faltar un día, pero el pito tiene que estar siempre dispuesto”.

La puntualidad era una de las normas del taller y para llevarla a rajatabla la empresa había colocado relojes en las esquinas de todas las naves. La hora oficial de entrada era a las ocho de la mañana, pero había quien llegaba a las siete para ganar su sobresueldo con las horas extras.

Tras los muros de Oliveros estaban también las viviendas de los propietarios. En los años sesenta el piso principal estaba ocupado por don Antonio Oliveros y su familia, mientras que en la vivienda de al lado residía José Gálvez, uno de los encargados principales que además estaba casado con la sobrina del jefe. Enfrente de las casas de los superiores aparecía un descampado de tierra en forma de patio que era utilizado con frecuencia por los trabajadores para organizar partidos de fútbol en los ratos libres. De aquellos recreos brotó el germen de un equipo de fútbol que con el nombre de la fábrica llegó a ser uno de los más importantes de la ciudad allá por los años cincuenta.

La tradición futbolera de la fábrica venía de lejos. En 1916 el campo más importante en el que se jugaba al fútbol en Almería era el que estaba situado en los terrenos de los talleres de Oliveros. Fue el ‘estadio’ oficial de la ciudad hasta que en los años veinte se estrenó el campo de Regocijos y posteriormente el campo de Ciudad Jardín.

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