La Voz de Almeria

Almería

La Navidad de antes y la de ahora

La Navidad de antes era más inocente, más de pesebre, Niño Jesús y Reyes de Oriente

Unos niños miran en el escaparate del restaurante Imperial los pavos que se servían en la cena de Nochebuena de las familias pudientes.

Unos niños miran en el escaparate del restaurante Imperial los pavos que se servían en la cena de Nochebuena de las familias pudientes.La Voz

Eduardo de Vicente
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La Navidad no es lo que era. Se celebra lo mismo, pero de otra forma. El protagonismo que antes tenían el pesebre y los Reyes Magos lo tienen ahora los bares y los restaurantes, que se han convertido en los grandes templos donde las multitudes celebran estas fiestas. Ahora armamos el Belén en un banquete en esas orgías gastronómicas que son los almuerzos y las cenas de empresa, donde todo resulta exagerado, fuera de ese contexto inocente y amable que tenía la  Navidad antigua.

La Navidad de antes era más ingenua y más sencilla. Creíamos de verdad en el portal, en los bueyes y en la estrella que guiaba a los magos. Por creer nos tragábamos que aquel sucedáneo de Gaspar que colocaban en la puerta de Simago con los zapatos descoloridos y la barba descolocada era el que nos traía los juguetes.

La Navidad actual es más exhibicionista, más derrochadora y con menos alma. Hoy busca el negocio y acaba resultando tan empachosa como la omnipresencia de los políticos que gobiernan en nuestro Ayuntamiento, que se empeñan en ser los Reyes Magos, la Virgen María, el Niño Jesús y los bueyes que le quitan el frío.

La Navidad actual comienza en octubre, cuando llegan los mantecados de Fondón a las tiendas del centro, así que cuando entramos en diciembre estamos ya hartos de dulces. La Navidad de antes empezaba todos los días a lo largo del mes de diciembre, desde que íbamos a ver el primer escaparate cargado de juguetes, desde que nos encontrábamos con las mujeres de las zambombas, hasta esa tarde en la que por los altavoces del Paseo sonaban los villancicos de toda la vida. Nunca llegué a  entender por qué motivo dejaron de emitir aquellos cánticos inocentes que te traían los recuerdos de todas las navidades de tu vida.

La Navidad nos trastocaba las emociones cuando en el colegio nos llevaban a ver el Belén que habían hecho los mayores y cuando cantábamos a coro los primeros villancicos y nos mandaban a nuestras casas con quince días de permiso. El día que nos daban las vacaciones navideñas era de los más felices del año porque teníamos la sensación de que las fiestas iban a durar toda la vida. Era una mañana de nervios, sin lecciones ni tareas, en la que el alboroto y una atmósfera de alegría compartida, se apoderada de la clase con el permiso del profesor.

Cuando llegábamos a nuestras casas dejábamos la cartera en cualquier sitio, como si ya nunca volviéramos a necesitarla, y echábamos a correr hacia la calle con esa sensación de felicidad que te otorga el tener toda una vida por delante. Eso creíamos entonces, que las vacaciones eran eternas, hasta que llegaba la tarde del seis de enero y con los juguetes en la mesa regresábamos a la cruda realidad de la cartera y del colegio.

En mi barrio a la Navidad se le llamaba también con el nombre de ‘las pascuas’. La gente no te felicitaba por ser Navidad, te felicitaba por ‘las pascuas’, que sonaba a botella de anís y Licor 43, a niños con panderetas dando la tabarra y a bandeja de mantecados en la mesa del comedor por si llegaba alguna visita.

La palabra Navidad era para Madrid y para esas grandes capitales que veíamos tan bien iluminadas en los telediarios, donde la gente hacía colas en los comercios y delante de la administración de doña Manolita. Nosotros, con menos luces y menos tramoya, nos conformábamos con nuestras ‘pascuas’, que llenaban el Paseo de luces de colores y de villancicos y que cada años nos traía, en trenes anticuados que siempre llegaban con retraso, a todo el ejército de universitarios que estudiaba en Granada y en Madrid. Aquí no sentíamos de verdad que había llegado la Navidad hasta que los bares del centro se llenaban de estudiantes, que entonces eran también los más modernos, la vanguardia de la juventud, los que antes obtenían el permiso para llegar tarde a sus casas. Cuando llegaban los estudiantes decíamos aquello de “ya estamos todos” y entonces empezábamos las fiestas, que hace cincuenta años todavía conservaban un aire de Navidad antigua que pasaba por los puestos callejeros del Mercado Central y por el olor a embutidos recién hechos que perfumaba los barrios. No se había perdido todavía la costumbre de las matanzas caseras, y aunque ya empezaban a estar perseguidas por la autoridad, siempre había alguna familia en nuestra calle que por Navidad mataba un marrano sin permiso y después compartía las morcillas con medio barrio.

Regresaban los universitarios de vacaciones y también los emigrantes que estaban en Francia, en Alemania y en Barcelona. Si los estudiantes nos traían el viento de los nuevos tiempos, los emigrantes llegaban con las alforjas cargadas de nostalgias y con las manos llenas de regalos. La vuelta era una fiesta de emociones a flor de piel y al día siguiente de la llegada, el que había venido de fuera se paseaba por el barrio como si acabara de venir de conquistar las Américas. En el bar era el centro de atracción y por donde pasaba iba contando aquellas historias de sacrificio tan comunes en tantos emigrantes almerienses de la época.  Además, los niños que tenían al padre en Alemania disfrutaban por Reyes de las mejores bicicletas que jamás habíamos podido imaginar  y hasta de proyectores de cine para organizar películas en los comedores de las casas.

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