La Voz de Almeria

El Contador Cofrade

La oficialidad de sillas y tribunas se come la espontaneidad de la Catedral

La plaza ha perdido su alma, convertida en un teatro de procesiones

El lugar se han quedado sin espacios para que la gente arrope a sus pasos.

El lugar se han quedado sin espacios para que la gente arrope a sus pasos.Eduardo D. Vicente

Eduardo de Vicente
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La Plaza de la Catedral se había ido convirtiendo en el ágora de la Semana Santa de Almería, en un auténtico lugar de encuentro donde la gente llegaba en oleadas y con absoluta libertad buscaba un sitio para ver el espectáculo, se movía de acá para allá o se arrimaba todo lo que podía a los pasos para poder sentir de verdad el auténtico espíritu de esta celebración. La grandeza de la plaza es que te permitía encontrar un hueco aunque llegaras tarde y compartir con la gente esa sensación única de poder tocar un manto que se te cruzaba por delante o rozarte con la chaqueta del capataz. En la Plaza de la Catedral se resumía la esencia de la Semana Santa almeriense, que pasaba indiscutiblemente por la sencillez y por la cercanía, por ir a ver una procesión con la sensación de que formabas parte de ella.

Los que hemos pasado toda la vida allí sabemos bien el valor que tenía venir acompañando a tu Virgen o a tu Cristo desde lejos y poder entrar junto a ellos libremente hasta las inmediaciones del templo sin que nadie te pusiera ninguna traba porque había una ley no escrita que decía que la fuerza de este tipo de actos, que deberían de estar basados en la fe, reside más en la proximidad de los sentimintos de la gente que en la grandeza y los lujos de un trono. Aquella espontaneidad que convertía la plaza en destino obligado, ha pasado a mejor vida en los últimos años cuando la oficialidad ha metido sus manos hasta los codos y ha encajonado la plaza con un exceso innecesario de sillas y tribunas que la han convertido en algo parecido a un teatro y han mutilado el espíritu natural de este lugar que se basaba en su amplitud sin límites, en recibir a todo el mundo porque siempre era posible encontrar un rincón disponible.

La Plaza de la Catedral, que era un territorio sin dueño, ahora se ve reducida en la más amplia expresión del término, cuando el sentido común hubiera aconsejado buscar una solución intermedia, es decir, habilitar un espacio de sillas para las personas con dificultades físicas, pero sin que la plaza perdiera esa esencia de escenario infinito donde cada procesión que llegaba rozaba el cielo arropada por miles de fieles que podían echarle el aliento encima. Ahora llegas, te sientas en una silla y esperas unas horas o lo que haga falta, mirando el móvil mientras sale, entra o pasa una procesión, con la misma distancia como si estuvieras sentado en el sofá de tu casa viendo la televisión.

En este exceso gratuito de formalidad destaca la construcción de una tribuna especial para las autoridades, lo que a estas alturas no deja de ser un anacronismo absoluto. Por qué motivo un concejal o un familiar de cualquier miembro de la corporación municipal tiene el privilegio de estar sentado en la tribuna con las mejores vistas a la puerta del templo, con un acomodador, con un par de vigilantes jurados que velan por su seguridad y que pagamos todos. La respuesta ya la conozco, dirán que eso es algo que se hace en todas las ciudades, como si la repetición de un error lo convirtiera en un acierto. Pobre Plaza de la Catedral y pobres todos aquellos que durante tantos años la respirábamos, la pisábamos, la abrazábamos, la sentíamos tan cerca como a los pasos que la atravesaban.

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