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Aquellos trajes de los domingos

Los hombres de los años 50 iban al estadio vestidos con traje para ver al Almería

El querido Fernando Díaz con un amigo, con su traje de los domingos en un partido en el estadio de la Falange.

El querido Fernando Díaz con un amigo, con su traje de los domingos en un partido en el estadio de la Falange.La Voz

Eduardo de Vicente
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Había una aristocracia de domingos, cuando se dejaba en el armario la pálida rutina de la ropa de diario y los hombres sacaban a pasear el traje exclusivo de los días de fiesta. Aquel traje, con su chaqueta y su corbata, con sus zapatos brillantes y su abrigo reglamentario te elevaba de golpe un escalón en la pirámide social y te hacía parecer más guapo, más alto, más elegante y de mejor familia.

Para los muchachos de la posguerra, el traje representaba la mayoría de edad que no reflejaba el libro de familia. Llegaba el día en que había que hacerse un traje para no quedarse aislado y no caminar por el mundo con el paso cambiado. El traje te daba un estatus, era el primer peldaño en el deseado ascenso hacia ese sueño colectivo que era la clase media.

Llegaba el día en que con mucho esfuerzo y en muchos casos con los primeros ahorros del primer trabajo, había que presentarse en el taller del sastre para que te tomara las medidas. A los mozos de  aquel tiempo los medían dos veces: una para hacerse el traje y otra cuando le llegaba la hora del servicio militar.

En la vida de los jóvenes siempre había un primer domingo de traje. El estreno se vivía como una ceremonia que empezaba por la mañana delante del espejo, con un padre poniéndole cordura al nudo de la corbata y una madre repasando con la mano las pequeñas arrugas de la chaqueta.

Con el pelo lleno de brillantina, con el traje perfectamente encajado, con los zapatos con una mano de betún y con la cara oliendo a colonia, aquellos muchachos de la posguerra se transformaban en galanes de cine por un día y se lanzaban en tromba por los senderos del domingo soñando con cruzarse con la niña que tanto les gustaba.

El traje era la piel de los domingos. Uno podía salir de su casa con los bolsillos vacíos, pero nunca sin el traje, aunque hubieras quedado con los amigos para pasear en bicicleta. Otra de las costumbres de aquella época era hacer incursiones en bici por los pueblos cercanos y hacerlo como Dios mandaba, es decir, con la vestimenta reglamentaria de los domingos. Los cajones de los armarios de las familias están sembrados de retratos de muchachos trajeados, sentados en las gradas de piedra del estadio o montados en bicicleta con los pantalones remangados para que no se mancharan con la grasa que soltaba la cadena.

Sí, al fútbol también se iba con traje, con el mismo que unas horas antes aquellos hijos de la posguerra habían estado en misa, con el mismo que habían cruzado diez veces el Paseo de una punta a otra, con el mismo que se habían tomado una cerveza en el Imperial y habían entrado en la confitería más cercana a comprar el papelón de pasteles que para muchas familias representaba el pequeño lujo de los domingos.

Se colocaban el traje al levantarse de la cama y no se lo quitaban ya hasta la hora de dormir. Cada domingo, a la hora del fútbol, las gradas del estadio de la Falange se convertían en una pasarela de trajes y abrigos en medio de una nube densa en la que se mezclaba el humo de los cigarrillos con el vaho de las copas de coñac que despachaban en el ambigú.

Qué frío hacía en la grada de tribuna, donde ya no daba el sol por las tardes, tanto frío que ni el traje ni el abrigo eran suficientes para ahuyentar la maldita humedad que se elevaba desde el suelo recordando su pasado de vega. Era costumbre entonces, para calentar el cuerpo, que en los descansos de los partidos los aficionados se pusieran a pasear por el anchurón que existía detrás de la portería norte, donde estaba al marcador, para aprovechar los últimos rayos de sol de la tarde. Aquello era una feria de trajes, una pasarela donde los más modestos mostraban el traje de la temporada anterior que empezaba a perder brillo y donde los más pudientes exhibían el último modelo del taller de Barón, uno de los sastres de moda de aquel tiempo.

El traje estaba presente en la vida de los hombres desde niños, desde el día en que dejaban la escuela y se matriculaban en el instituto y los vestían  como hombres cuando todavía no habían dejado atrás la infancia. Cuando un estudiante llegaba al instituto  la primera sorpresa que se llevaba era descubrir la solemnidad que allí adquirían los educadores. Nada más entrar, el primer día de clase, los alumnos percibían que algo había cambiado cuando los profesores, señores muy serios con traje y corbata, dejaban de tutearlos para llamarles de usted.

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