Le ha tocado ser, por antojo de lindes y mojones, tierra fronteriza. Desde los tiempos de los moros: mitad nazarí, mitad cristiana, mitad chicha, mitad limoná. Los que viven en el anejo de Pozo Higuera duermen con la nuca en Murcia y los pies en Andalucía. Pero a los paisanos pulpileños nunca les ha importado. Siempre han mirado hacia adelante. Aunque no tengan claro si tienen que bailar sevillanas o parrandas o ir a comprar a Lorca o a la Puerta Purchena.
Pulpí no es Castilleja de la Cuesta, ni es Marchena, ni es Lora del Río. No se quedan, los pulpileños, debajo de la higuera a que les caiga el higo. Nunca se han quedado. Empeñan capital y sudor en progresar. Gente como Lorenzo Belmonte, los hermanos Peregrín, han hecho pueblo vendiendo lechugas, ajos, almendras, sácandole la piel a cada gota de agua; gente como el pastorcico Emilio Zurano, analfabeto, que estudiando entre los rebaños, se hizo abogado, escribió una veintena de libros y fue presidente del Círculo Mercantil de Madrid hace más de cien años.
Los campos de Pulpí acaban de cumplir siglo  y medio de vida propia, tras independizarse de su metrópoli Vera en 1862. Lo están celebrando. El alcalde de Vera, José Carmelo, ha estado con ellos. Y le honra. Porque Vera perdió, a su pesar, fereces tierra de labor y la rada y las salinas de Terreros. Pero tuvo que entregar las llaves, como Boabdil, al intrépido Francico Javier Carrasco, el primer alcaldillo propio.
Desde entonces han pasado muchos años sin tregua, muchas bregas bajo el sol pulpileño, muchos toros de fuego corridos, mucho vino dulce en El Cordobés.