Nuevas costumbres, viejas estrategias
La desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos no parece provenir solo de las dudas hacia una gestión eficiente, de las promesas excesivas -de difícil cumplimiento cuando se alcanza el poder- o del descubrimiento continuo de redes de corrupción. La creciente distancia que perciben entre sus necesidades cotidianas e inmediatas y la especulación de intereses partidistas puede alejar aún más a los ciudadanos de sus representantes electos.
En esta coyuntura, algunos movimientos populistas pretenden sortear la distancia simbólica que imponen los usos políticos tradicionales. Uno de los objetivos de estos movimientos parece ser equiparar lo público y lo privado, de forma que no exista diferenciación de espacios o actitudes y que los individuos se manifiesten de forma semejante en una reunión de la comunidad de vecinos o en una asamblea nacional.
La distancia entre lo público y lo privado viene dada, en buena medida, por las necesidades que imponen los protocolos de los rituales políticos para marcar diferentes espacios y situaciones.
Es una realidad que se puede intentar forzar durante un tiempo, pero que acaba imponiéndose como parte de la estructura que precisa el sistema democrático. Estamos observando comportamientos en foros políticos que no difieren en gran medida de los que se prodigan en espacios de entretenimiento. Si lo que se quiere es extrapolar actitudes más propias de realities televisivos con la excusa de una supuesta “normalización democrática”, lo que se consigue es banalizar un foro que simboliza la más alta representación de la voluntad popular.
No parece apropiado que los espacios representativos de nuestra democracia comiencen a perder su solemnidad. Forzar los usos parlamentarios habituales, recurrir al insulto o frivolizar sobre la vida amorosa de sus señorías son actitudes que pueden transmitir, en un primer instante, un aire de renovación y frescura, pero en el fondo no dejan de ser más que una estrategia de imagen de poco recorrido. Una nueva brecha se puede abrir si los electores son conscientes de que esos nuevos comportamientos, que terminan por diferenciar lo público-público y lo público-privado, dependen meramente de la presencia de las cámaras de televisión.
Retorciendo las enseñanzas de Marshall McLuhan, algunos representantes de la soberanía popular pretenden que el medio y el mensaje se entrelacen en la transmisión del sentido de la comunicación política, y que el gesto y el eslogan, en nuestra sociedad acelerada, se tatúen en el imaginario colectivo a fuerza de repetición.
La transparencia política tiene que ver con el cumplimiento de los compromisos asumidos con los ciudadanos por los representantes políticos, también con la obligación de rendir cuentas de la gestión pública. El resto es espectáculo. Como el que se pretendía vender en las conversaciones sobre los pactos postelectorales, llegando a prometer a la población conocimiento en tiempo real de dichos encuentros. Como se ha comprobado, no deja de ser una impostura de quien sabe que eso no es posible, porque la propia dinámica política impone una cierta discreción.
Desplegar una estrategia continua de marketing político, a modo de campaña electoral perpetua, solo puede ayudar a alejar a los ciudadanos aún más de sus representantes políticos y a ahondar en un desapego que no conviene a la normalidad democrática.