Mientras escribo estas líneas, el futuro de Europa se juega a un innecesario cara o cruz depositado los colegios electorales de la brumosa Escocia. La diferencia entre usted y yo es que mientras yo no sé qué ha pasado, usted ya conoce el desenlace de la jornada que ha puesto a la Unión Europea al borde del despeñe gracias al inefable premier David Cameron y sus paños calientes. Dejarse llevar por lo que la gente quiere escuchar y plegarse en todo momento al perfil de las conveniencias temporales tiene el peligro de que cuando quieres remontar ya es demasiado tarde. Ha pasado en Escocia y está pasando también en Cataluña, aunque no sean circunstancias comparables, como no es comparable la intrahistoria de un continente ensamblado históricamente en interminables enfrentamientos dinásticos, religiosos y territoriales. Ningún otro territorio del planeta ha sido campo de batalla más veces y por más tiempo que la vieja y sufrida Europa. Por eso no deja de tener gracia que dos guerras mundiales y muchos millones de muertos después vayamos a acabar poniendo en riesgo la razonable e imprescindible unión lograda entre viejos enemigos por estrategias políticas de consumo interno y por esa manía de dejar crecer los problemas esperando que su espontánea disolución los elimine de la lista de preocupaciones. Así que la cosa es clara: o creemos en Europa o creemos en la aldea. Produce verdadero estupor ver que la solución que se plantea para la Europa del S.XXI es la vuelta a los principados, ducados y baronías que durante generaciones hicieron del viejo continente un puzzle sangriento e improductivo frente a la irrupción de grandes bloques. Que el futuro de Europa sea Escocia, Cataluña, Gales, Baviera, Padania, Euskadi o Córcega (no les digo nada de la independencia de Almería) es una excelente noticia… para los Estados Unidos y China. Y como siempre, para Suiza.