La Voz de Almeria

Opinión

El sacerdote almeriense que dibujaba como Dios

Se cumplen cien años del nacimiento de un religioso que agitó la vida cultural almeriense con un carboncillo y el talento de sus manos

Bartolomé Marín nació en Albox en 1925 y falleció en Almería en 2010 tras una fecunda vida cultural.

Bartolomé Marín nació en Albox en 1925 y falleció en Almería en 2010 tras una fecunda vida cultural.

Manuel León
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Décadas atrás, en una Almería heredera de cines de sesión continua y castañeras en la Rambla, quien no tenía una foto de Guerry o una caricatura de Bartolomé Marín, no era nadie; como ahora nadie lo es si no le ha tomado un retrato la cámara de Rodrigo Valero o, en su día, no se hizo un selfi con el Bob Esponja de Membrives. Hubo un tiempo -en los años 70 y 80 del siglo pasado, sobre todo- en que un cura apuesto, un pájaro espino del sur, se convirtió en uno de los principales agitadores culturales de la ciudad. Con su alzacuellos y su montaña de pelo albino, Bartolomé Marín, recogió el testigo de Perceval como acariciador, cronista y dibujante de la Tertulia Indaliana, la que el genial artista de bigote había hecho germinar en el café de La Granja Balear.

Era este Bartolomé uno de esos curas que parecen todo menos curas, a pesar de que nunca renegó del sacerdocio, a pesar de que aguantó vela en las parroquias más humildes de la provincia: desde Alcudia a Chercos, desde Benitagla a Benizalón. Pero se le quedaba corta la sacristía a este albojense ilustrado, que tenía una gran habilidad plástica. Era un hombre de Dios, sí, pero por encima de todo un hombre de cultura y diálogo: así lo recuerdo yo cuando lo oía en emisoras como Radio Almanzora o Radio Sol; no era un advenedizo de la tonsura, pero, sin pretenderlo, su destreza y su conocimiento escapaban de la bóveda de la Ciudad de Dios, esa bajo la que se refugió siendo un alevín de la mano del obispo murciano Alfonso Ródenas. Fue un ser poliédrico don Bartolomé, capaz de atesorar un gran ajuar de creatividades: desde sus simpáticas caricaturas, a sus lienzos de arte mayor, desde sus escritos literarios a sus composiciones musicales como un villancico llamado Noche estrellada. Nunca colgó la sotana -solo en verano cuando hacía calor- pero tampoco arrinconó su vocación profundamente cultural y de conocimientos históricos. Era un cura que no parecía cura, aunque él se empeñó en serlo por encima de todo. Pero también se divertía barnizando mentones, perfilando narices, alineando labios, desparramando los cabellos por la cartulina blanca de tantos artistas, intelectuales y políticos almerienses -indalianos sobre todo- a los que mimó, a los que hizo más populares gracias a su agudeza con el carboncillo y a su mano maestra para pulir semblantes.

Antes se había licenciado en Filosofía y Letras y fue también profesor de Historia y fue miembro del jurado de los Premios Bayyana del gran Ramón Gómez Vivancos, delegado diocesano de Cáritas y canónigo de la Catedral, entre otras responsabilidades. Pero uno tiene la impresión de que lo que más lo definió, con lo que alcanzó mayor celebridad y entorchados, fue con esas crónicas de notario divertido -más de mil llegó a publicar en este periódico- de articulista de las fragorosas tertulias indalianas, que adobaba, de forma vicaria, con las caricaturas de los protagonistas, a los que inmortalizaba para siempre con cuatro trazos y que eran esperadas cada semana, como se esperaba el arroz de los domingos, en todos los cafés de aquella Almería ya lejana.

Viene esta semblanza a cuento de que se acaban de cumplir cien años del nacimiento de este grande y, con buen criterio, la Fundación Ibáñez-Cosentino, depositaria de su legado, por decisión de sus herederas, ha tenido a bien organizar distintos homenajes (exposiciones, conferencias y la edición de un libro) en Almería, Albox y Olula, como evocación del apostolado cultural de don Bartolomé, de su fecunda vida como luminaria del provinciano arte almeriense tan nuestro, tan suyo.

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