La Voz de Almeria

Almería

Cuando vivíamos enmascarados y cantando en los balcones

Crónica sentimental del confinamiento cinco años después

Un niño junto a la estatua de Nicolás Salmerón, en la Puerta Purchena, al inicio de la desescalada, cuando las calles aún permanecían solitarias.

Un niño junto a la estatua de Nicolás Salmerón, en la Puerta Purchena, al inicio de la desescalada, cuando las calles aún permanecían solitarias.

Manuel León
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Hasta hacía solo unos días, todo era normal: los padres y las madres iban al trabajo, los niños a la escuela, hasta hacía unos días, todo el mundo hacía planes de Semana Santa. Pero llegó el 15-M de hace un lustro, el Día del encierro, y ya todo el mundo dejó de hacer lo que hacía. Se suspendió todo en Almería, como en el resto del mundo, se lo llevó todo esa riada de miedo a lo desconocido que nos cogió de la pechera y amenazó con no soltarnos en varios meses como así fue. Se suspendieron los abrazos y los besos y se empezó a mirar mal a quien se atreviera a salir de su casa, cuando aún creíamos que el virus de Wuhan lo transmitió un murciélago; lo que tuvo esa plaga es que, en teoría, todos estábamos bajo sospecha, como en un caso de Poirot: el taxista que te rozaba la mano dándote el cambio, el charcutero del Mercado que te cortaba el fiambre, el kiosquero que te vendía el periódico, el vecino que respiraba contigo en el ascensor; empezaron a verse desde la ventana a las palomas solitaria sin nadie que les echara mollas de pan. 25 grados de temperatura en la calle y los almerienses enclaustrados como una monja de las Puras, oyendo música, haciendo crucigramas o ventilando los dormitorios; en la entrada del Mercado Central seguían las floristas ofreciendo sus búcaros de petunias. La gente se llevaba las flores: si había que estar en casa, mejor que fuese con una buen ramo en la mesa del comedor; éramos, entonces, todos los almerienses iguales, democráticamente encerrados en un arca de Noé que era nuestro hogar, con nuestros perros y nuestros gastos, esperando a que amainase ese aguacero vírico, a que una paloma blanca se acercase a nuestro alféizar con una rama de olivo en el pico; llevábamos solo unos días encerrados, con el Resistiré del Dúo Dinámico de banda sonora y parecía que llevábamos un año en esa cuarentena global tan inesperada.

Nuestro paraíso se transformo y nuestro nuevo escenario no iba más allá de tener suficientes alimentos y un buen armario empotrado lleno de rollos de papel higiénico; estábamos hiperconectados, a pesar de nuestra soledad, radiando las incidencias en grupos de whatsapp, contando cada detalle, dando likes sin parar en las redes sociales, valorando lo acertado o inapropiado de esta o aquella medida del Gobierno. A veces se veía un anuncio emocionante de chicos en los portales ofreciéndose a hacer la compra a las personas mayores impedidas que no pudieran salir; Almería, aquella ciudad de blancas azoteas como la describió Celia Viñas, se había transformado en una metrópoli de balcones y de tristeza en la mirada. Si para Ortega, uno era su ‘yo y sus circunstancias’, en aquel momento era su ‘yo y su balcón’. La gente se entretenía con cualquier cosa: jugando al bingo por la ventana, escuchando el piano de la vecina, grabando tutoriales de cómo hacer tiramisú. Un virus invisible nos había dejado conmocionados. A quién le importaban ya las obras del AVE o la clasificación del Almería de turki, el Covid había tirado abajo todo el andamiaje de nuestra jerarquía de prioridades; nos decían que ese coronavirus era capaz de permanecer tres horas flotando en el aire como Pinito del oro, cuatro horas en una moneda y un día en un carrito de supermercado. Por eso nos sorprendíamos unos a otros limpiando con un trapo empapado en alcohol el pulsador o la maneta del ascensor; la obsesión iba en aumento conforme íbamos oyendo en las noticias la cifra de infectados. Ya no sabíamos dónde tocar, qué mirar, para dónde respirar, la gente se miraba con desconfianza, porque no se sabía quién podía portar al letal enemigo; el humor nos salvaba: a una señora se la oía decir en una cola que cuando acabase todo se iba a hinchar a comer papas con huevos en ‘Los tontos’ de Huércal; llegó la primavera y seguíamos refugiados de una tormenta que no sabíamos cuándo iba a amainar. Vivíamos presos de actos cotidianos y repetitivos, como si estuviéramos en una isla, como cuando escuchábamos el parte de aquel Fernando Simón, que era ya como de nuestra familia, como un árbitro al que España entera le gritaba desde la soledad de su salón, sin que él -reflejado en el plasma, con su cara de triste, con sus cejas pobladas, como mensajero del diablo- apenas se inmutara; nos creíamos que la tecnología, la nanociencia, nos iban a hacer inmunes a todo, preocupados solo de los virus informáticos y resulta que el covid nos vino a recordar que seguíamos siendo de carne y hueso, a pesar de la IA, igual, a pesar de los siglos de distancia, que los venecianos medievales morían de la peste o que los flamencos morían de fiebres tifoideas; uno se planchaba una camisa y a los cinco minutos se preguntaba por qué demonios lo hacía, si no iba a ir a ningún lado; qué pensarían las palomas torcaces de la Catedral después de tantos días revoloteando sin gente sentada en ese banco tan concurrido junto a Diego Ventaja; todo se aparcó en Almería, en el mundo, a la espera de que terminase -aun no sabíamos si terminaría- esa epidemia que nos convertía en personajes de un libro de Julio Verne o de algún autor del realismo mágico; lo que iba pasando, tras varias semanas de encierro forzoso, era un experimento como el de Pavlov: nunca en su historia, la ciudad había tenido que permanecer tanto tiempo bajo arresto domiciliario; sonaban en la radio Los Chichos “Hoy igual que ayer, todos los días lo mismo’ y dieron noticias de que daban permiso a algunos presos del Acebuche, que era como no regalarles nada en definitiva. Hubo también una redada en un club de alterne del centro de Almería que seguía funcionando. La realidad superaba a la ficción en aquellos días de balcones y mascarillas.

Un hombre comiendo solo en la Plaza Marqués de Heredia durante la desescalada.

Un hombre comiendo solo en la Plaza Marqués de Heredia durante la desescalada. 

Una familia almeriense saliendo al balcón durante el confinamiento. 

Una familia almeriense saliendo al balcón durante el confinamiento. Manuel León

 No era tiempo de tirar cohetes, pero algo debíamos estar haciendo bien en Almería, en el ecuador de la pandemia, cuando teníamos una tasa de contagio 12 veces menos que la media nacional y seis veces menor que la media nacional. Quizá eran los ancianos de más de 80 años, esa generación de almerienses que nació en plena guerra, los que más sufrían por el miedo de las estadísticas que llegaban de las residencias. La postguerra les ennegreció la juventud, sufrieron la Dictadura, gozaron después de un cierto bienestar y ahora su vejez se veía violentada por un veneno mortal; en aquellos días a veces aparecía un hombre en una parada de autobús leyendo un librito de esos antiguos de papel de arroz que parecía una biblia. Cuando levantaba la vista, tenía la mirada antigua, con madejas de pelo blanco cayéndole por las sienes, asemejándose a aquel sacerdote del Titanic agarrado al acero galés de la popa, con el buque en vertical, recitando los últimos salmos; no hubo Semana Santa, no quedaba casi nadie vivo que recordarse un hecho similar, que solo ocurrió un par de años durante la República. Pero sí hubo saetas que surgieron de gargantas estabuladas en los balcones y buñuelos y pestiños azucarados que se comían en la intimidad forzosa del hogar pandémico; si hay algún elemento que se ha erigido en el icono de aquel tiempo turbulento ha sido la mascarilla, que entonces creíamos cosa propia de cirujanos y forenses y que durante varios meses formó parte de nuestro ajuar inevitable: las había blindadas como un tanque, abultadas como queriendo tapar una nariz superlativa o tersas como una tabla de planchar. Con nuestros aspecto de forajidos, nos mirábamos en el súper o en el ascensor y no nos reíamos porque no estaba la cosa para risas. 

En esa provincia sin bares y sin abrazos, lo que se estilaba entonces era hacer bizcochos: media Almería amasando y horneando todo el día como hombres neolíticos; por las calles solo se veían repartidores de pizzas, motoristas, mensajeros de supermercado que circulaban urgidos por la vasta demanda de una clientela cada vez más fosilizada y con síndrome de Diógenes, que acumulaban montañas de Danacol en la nevera; pero no solo nos salvaron los alimentos, el tener la cocina abastecida, también fue la radio, los libros, las películas, las canciones en el spotify, porque tan necesario fue, en aquellos días grises, un bolero como un pimiento; queríamos una guerra -los del baby boom- y la estábamos teniendo, esa generación que comimos con la mesa puesta, la que fuimos descubriendo el mundo bajo el arco iris de los 80, queríamos una guerra para mirar de tú a tú a nuestros padres, a nuestros abuelos y ya la teníamos: una guerra taimada, global, que mellaba cada día nuestra capacidad de resistencia, queríamos una guerra para quitarnos los complejos de ‘generación bien’, la que vinimos al mundo con el 600 en la carretera, la botella de Puleva en el frigorífico y los payasos de la tele alegrándonos tardes de pan y chocolate; no éramos conscientes de lo que nos gustaban nuestras rutinas precovid hasta que las perdimos en ese coronatiempo: los atascos en las Almadrabillas, compadrear con los amigos, la algarabía de los viernes, el olor a gimnasio, que el camarero te pregunte qué va a ser, que el peluquero te consulte cómo lo arreglo, que la gitana de los décimos te ofrezca siempre el 69 ‘para viajar al Polo Norte’; igual que cuando hubo acabado aquella alucinación, que se llevó por delante a 1.172 almeriense, nos produce ternura acordarnos de nuestra mascarilla de batalla como de una canica de nuestra infancia o de la paciencia que gastábamos para abrir las bolsas de la frutería con los guantes puestos o de nuestro kit de pijama y zapatillas; sufrimos esos cuarenta días, pero -por recordar algo bueno (el tiempo es el mejor anestésico)- vimos cosas que jamás creeríamos: un cura de Adra bailando por Chayanne, jabalíes pastando en la Rambla, las Cuatro Calles desiertas el fin de semana, el Dúo Dinámico resucitado o el Bob Esponja de Membrives haciendo huelga; después, a partir del 1 de mayo, empezamos la desescalada, salíamos a la calle por tramos, como si estuviéramos estrenando la ciudad. Empezamos a vagar de nuevo por esa Almería aún enmascarada, aún con síndrome de cabaña saludándonos con una caídita de ojos y con el cargante ‘cuidate’, oyendo hablar a Fernando Simón sobre la inmunidad de rebaño, con los peluqueros con más lista de espera que el SAS y con las gestorías convirtiéndose en los fontaneros de la nueva era: ¿Cuándo podré abrir mi heladería?, ¿Se puede subir a hacer senderismo a la Tetica de Bacares? ¿Cuándo acabará mi ERTE? ?Puedo jugar ya al dominó? ¿Puedo besar a mi pareja? ¿Cómo comulgaré en Misa con la mascarilla? ¿Si hago nudismo en Vera, tengo que llevar guantes puestos? Un lustro después todo nos parece un cuento distópico, que no tuvo que ver con nosotros, pero fue tan real como cruel para las víctimas.

Un hombre con un carro lleno de alimentos en la calle Pablo Iglesias durante la pandemia.

Un hombre con un carro lleno de alimentos en la calle Pablo Iglesias durante la pandemia.

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