El gran Chamán
El gran Chamán
El pueblo de los Arkuna, habita al Noroeste del Valle de Kallan, cercano al Orinoco y junto a la sombra de Auyantepuy, una meseta que se eleva a unos mil metros en medio de una llanura, de la que nadie esperaría que surgiesen aquellas montañas de paredes verticales.
Ellos creen ser los hijos de las lágrimas de sangre que el gran espíritu derramó sobre la tierra, para fecundarla. Son guerreros y orgullosos, han rehuido del contacto con otros pueblos y no han consentido la asimilación ni la destrucción de su identidad. Su vida gira alrededor del ocio, al que consideran aún más importante que el trabajo y gustan de los juegos sencillos e infantiles para pasar los días.
Su conocimiento milenario de las plantas, de sus virtudes medicinales y curativas, mucho más avanzado que el de otras tribus. Despertó la atención de la multinacional de productos farmacéuticos que me empleaba, era este el tesoro que perseguía y la misión que yo tenía encomendada; descubrirlo a cualquier precio, sin escatimar medios ni tiempo.
El Chaman centraba mis expectativas, que pasaban por su disposición a transmitir su sabiduría o reservarla para su gente y también en mi habilidad en disimular cuales eran mis verdaderas intenciones. Habilidad que Layo, así llamaban al brujo, destrozó el primer día cuando me acusó ante su pueblo de engañarlos.
Él mismo intercedió para que los guerreros no atravesaran mi corazón con sus lanzas y las semanas siguientes, dejó que lo acompañaran a la selva, pero siempre con los ojos vendados. Layo, no me regaló su sabiduría, pero tampoco me desprecio, aprendí a su lado alguna de las cosas más valiosas que la vida me ha enseñado.
Hace un par de noches tocaron mi puerta. Era él. Había cumplido su juramento de venir a mi tierra, Almería. Para celebrar nuestro rencuentro tomamos la sabia de la higuera negra y la semilla de la flor dragón, y emprendimos un viaje iniciático con nuestro par animal; el Chamán encarnó en un águila y yo en un vencejo. Sobrevolamos la ciudad hasta el amanecer, desde las casas y las calles ascendía hacia el cielo un aire espeso cargado de frustración y de cólera, ese aire entorpecía nuestro vuelo.
Layo quiso saber que pasaba en mi tierra, pero no pude explicarle muy bien, no supe precisar en que momento el espejismo del progreso se convirtió en esclavitud y como la abundancia había sido nuestra propia condena.