Un país reconciliado
Lo primero que me viene a la memoria son las reflexiones del historiador Santos Juliá sobre el Manifiesto de Universitarios de 1956, que provocó la dimisión del ministro de aquel entonces Joaquín Ruiz- Giménez y del rector Pedro Laín Entralgo, dos ilustres representantes del pensamiento liberal español. Los estudiantes se presentaban como hijos de los vencedores, dentro de un “Nosotros” que comprendía también a los hijos de los vencidos. Ahí estaba por primera vez hecho público lo que sería años más tarde el espíritu de la Transición. Nunca más la guerra civil, nunca más volver a hacernos daño. Era la idea que subyacía en todos aquellos que participaron en poner en marcha nuestro sistema democrático.
Cainismo hispánico Sin embargo, parece que olvidemos con facilidad esa filosofía de la reconciliación que debería formar parte de nuestro ADN político. No se trata de señalar culpables, ni de entrar en una política de buenos y malos. La realidad es que vivimos en sociedades muy competitivas y complejas y el miedo a que te echan del mercado, sea éste el político o el social se vive con enorme tensión. En estas circunstancias, los discursos apocalípticos, las polarizaciones partidistas y la descalificación del oponente forman parte natural del paisaje. Y esto no es de ahora, sino que está muy arraigado en la retórica política y mediática al uso. Parece que aquella premisa de que en el juego parlamentario no hay enemigos, como mucho, adversarios, se hubiera olvidado. No hay conciencia de límites.
Más de uno se pregunta dónde está la tolerancia, la mano tendida, la apuesta por el dialogo y la búsqueda de consensos, que son el alma y espíritu de la democracia. El sentido de Estado y el bien común parecen relegados en la batalla discursiva. O civilizamos la política y dejamos atrás las pulsiones emocionales o los caminos hacia el entendimiento y el progreso se verán obstruidos. Se hace más necesario que nunca repensarnos hacia dónde vamos y hacia dónde queremos ir más allá de las luchas partidistas.
Por un país de todos La cuestión de fondo sería la capacidad para construir un proyecto de futuro en el que todos los ciudadanos se sintieran parte con sus diversidades y grados, un proyecto que fuera más allá de la lucha por el poder. Desde esta perspectiva, poco se ha hecho, o faltaría hacer algo más, para reforzar los vínculos de amistad, las responsabilidades comunes y el sentido de la historia compartido. Ni tampoco se ha interiorizado ni reforzado lo suficiente una idea pluralista de España, en un país donde las relaciones económicas, culturales y afectivas entre los ciudadanos y los pueblos es tan intensa y profunda.
Pues bien, ahora podría ser el momento de entrar en una agenda de regeneración democrática que ponga las bases de un Estado moderno, con sentido inclusivo y capacidad integradora, que logre la máxima legitimidad democrática y que concita los máximos apoyos. Poner punto y final a los pleitos territoriales e identitarios y al fomento de los odios que ello implica sería un paso estratégico fundamental para la convivencia en España.
Epílogo El país o lo recuperamos entre todos, desde la pluralidad de ideas y caminos, o entre todos lo hundimos. De ahí, la necesidad de seguir fortaleciendo ese legado de afecto y civilidad entre la ciudadanía si queremos construir una convivencia que a todos de cabida. Sin afiliaciones que llevan a la exclusión, sino con puentes para sustituir los muros y fronteras. No sería mala idea incorporar a nuestra cosmovisión política la idea de los suizos, una nación por voluntad propia, que ha hecho de la reconciliación el principio de su identidad nacional. Puede sonar a utopía, necesaria y posible. ¿Pero por qué no?