El día que Almería se vistió de blanco

El 9 de febrero de 1935 la ciudad del sol recibió una copiosa nevada

Imagen tomada desde el balcón del Palacio del Obispo. Fotos cedidas por Alejandro Buendía.
Imagen tomada desde el balcón del Palacio del Obispo. Fotos cedidas por Alejandro Buendía.
Eduardo de Vicente
07:00 • 19 nov. 2019

La gran nevada del invierno de 1935 se quedó grabada para siempre en la memoria de los almerienses, que en su mayoría nunca habían llegado a ver la ciudad con una densa capa de nieve cubriendo todos sus rincones, desde los cortijos y los campos de la vega hasta los cerros de la Chanca y los viejos muros de la Alcazaba y del Cerro de San Cristóbal. 



Diez años antes, en el invierno de 1925, ya se había podido disfrutar del espectáculo de la nieve al nivel del mar, aunque no con tanta intensidad. La prensa del 23 de marzo de 1925 contaba que “desde los balcones y azoteas presenciaba el vecindario el hermoso espectáculo completamente desconocido por la mitad de los habitantes de esta población”. Y así era. Sólo los más viejos recordaban la ciudad con sus calles y azoteas vestidas de blanco, un hecho extraordinario que no sucedía desde el invierno de 1890, cuando un prolongado temporal de lluvia y nieve rozó la capital, causando estragos en algunos pueblos de la provincia.





En María, Bacares Serón y otros pueblos de los Filabres, la nevada fue tan intensa que los vecinos se quedaron incomunicados, mientras que en la comarca de Los Vélez el temporal produjo graves daños en la agricultura, llevando la miseria a muchas familias que no tenían otra forma de subsistencia. El mal tiempo se cebó también con la zona de las Alpujarras, especialmente en el pueblo de Rágor, donde el peso de la nieve hundió varias casas, causando en una de ellas la muerte de una familia entera. 



Cuando la nieve volvió a visitar la ciudad, el 9 de febrero de 1935, eran pocos los almerienses que recordaban ya antiguas nevadas de esa magnitud, por lo que el suceso se vivió como algo extraordinario. Hasta el máximo responsable de la diócesis en aquellas fechas, el vicario general don Rafael Ortega Barrios, que hacía las veces de Obispo, mandó a uno de sus colaboradores que retratara la estampa de la Plaza de la Catedral con un hermoso manto blanco. Las ramas de los árboles se cubrieron de nieve y los jardines desaparecieron de repente bajo la nevada. En el centro de la plaza, la vieja fuente de mármol se alzaba majestuosa entre la blancura del entorno.



La nieve dejó también un paisaje solitario en la plaza, donde no pasaba un alma, mientras que los niños que entonces estudiaban en el edificio del viejo Seminario, contemplaban el espectáculo desde las ventanas. La prensa contaba que: “iniciose la nieve con la mañana, y no a modo de copitos aislados, sino formando una sábana flotante que, ligeramente movida por el aire, nos recordaba esas nevadas de artificio que se ven en el cine”. Y no exageraba el cronista. La ciudad, en menos de una hora, parecía una estampa de película, con un manto blanco que hacía irreconocibles rincones como las murallas de La Alcazaba o los hierros del Cable Inglés. 



En el Parque apenas se veían los árboles y los barcos del puerto parecían varados en medio de un mar de cristal. “La constancia de la nieve hizo que ésta no se derritiera fácilmente, y así sucedió que a media mañana la ciudad ofrecía un aspecto inusitado de curiosidad”, contaba el periódico al día siguiente. 





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