La Voz de Almeria

Tal como éramos

El camelo del fantasma del Cervantes

La familia de Claudio Pimentel habitó y trabajó durante años en el gran teatro de Almería

Claudio Pimentel con su hermana en la azotea del teatro Cervantes, donde vivió con su abuela durante diez años.

Claudio Pimentel con su hermana en la azotea del teatro Cervantes, donde vivió con su abuela durante diez años.

Eduardo de Vicente
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El Teatro Cervantes no solo era el gran recinto cultural de la ciudad, también llegó a ser la residencia de la familia que lo cuidaba, un hogar especial por cuyo salón pasaban las grandes figuras de cada momento.

De noche, cuando se apagaban los últimos focos de la sala y sólo la luz amarillenta y pobre de una bombilla iluminaba el escenario, la abuela Matilde iba repasando cada rincón para comprobar que todo estaba en orden. Cuando terminaba, subía lentamente los escalones de madera que daban a las habitaciones y se retiraba a dormir.

Al niño Claudio Pimentel le gustaba acompañar a su abuela en ese ritual que se repetía todas las madrugadas después de la última función. Ella era la conserje del teatro Cervantes, con la que Claudio se fue a vivir después de la muerte prematura de su padre. Tenía tres años cuando el niño tuvo que dejar su casa, en el Paseo de Almería, para compartir con la abuela una de las habitaciones de la buhardilla del teatro.

Matilde Sánchez Soto era una mujer menuda, de una actividad frenética y una inteligencia natural que la hacían imprescindible en el teatro. Tenía a su cargo un equipo de seis limpiadoras y era la encargada de la iluminación; el día que no iba el electricista ella se hacía cargo de las luces. Su marido, Luis García Verdegay, fue de los conserjes antiguos del Círculo Mercantil que cuando le llegó la hora de la jubilación lo pasaron al Cervantes. A su muerte, en 1934, su puesto lo ocupó su viuda, la señora Matilde, que llegó a convertirse en una parte más del edificio y en la persona de confianza de don Isidoro Vértiz, el dueño del negocio.

Matilde no faltó nunca del teatro, ni en los tiempos más duros de la guerra, cuando una de las bombas que cayeron sobre la ciudad destrozó dos pisos del ala sur del edificio. Durante aquellos años el local permaneció cerrado. Sólo abría sus puertas para acoger los mítines obreros que pretendían elevar la moral de la población.

Junto a la abuela Matilde siempre estaba su nieto Claudio, que tenía todo el edificio para él, que lo disfrutaba como si fuera de su propiedad. Se enseñó a montar en bicicleta sobre las tablas del escenario; entre bambalinas jugaba al escondite con los amigos o imaginaba aventuras arropado por algún viejo decorado que seguía colgando del techo. La tarde que había función le gustaba meterse en la habitación de la claraboya y desde allí arriba contemplar el gran teatro en todo su esplendor y sentir ese placer infantil de poder ver sin ser visto: descubrir al que se dormía en la butaca y al que hablaba de más, o los tímidos escarceos amorosos de una pareja de novios. En las noches de verano le gustaba subir a la azotea para disfrutar del silencio de la ciudad. Era como rozar el cielo con las manos. Allí pasaba las horas andando de memoria por aquellos tejados sin barandillas, saboreando el riesgo y las primeras emociones fuertes que le brindaba la vida. El terrao era el lugar prohibido al que había que acceder de puntillas por las viejas escaleras de los camerinos porque la abuela le tenía prohibido terminantemente subir. Desde allí no había más límites que los que marcaba el horizonte: al sur el mar y los barcos del puerto; al este el verdor incansable de la vega y el solitario edificio de la estación, perdido en medio de los huertos; al norte las montañas, las casas señoriales que ascendían por el Paseo y las torres de las iglesias, y al oeste las murallas.

Si el terrao era un lugar de escapada, el teatro representaba un mundo de sombras y misterios, de pasadizos secretos y cajones oscuros que todavía escondían el lápiz de labios de una actriz o un vestido olvidado que se había hecho viejo guardado entre las bolas de alcanfor de un armario.

Claudio creció entre actores y cantantes. Apenas era un adolescente cuando ya estaba acostumbrado a ver a las bailarinas correr medio desnudas por los pasillos. Sus amigos le decían que era un privilegiado. Poder contemplar en carne y hueso a aquellas mujeres espectaculares, tan recias y esbeltas a la vez que parecían irreales, un anacronismo en aquellos tiempos de escasez.

Por la noche se escuchaban ruidos que el niño Claudio percibía desde la cama con la cabeza metida bajo las sábanas. Eran ruidos de tablas, que agrietadas por el tiempo, se quejaban de su vejez, aunque siempre había algún amigo que acababa sacándole el tema del triste suceso ocurrido en el teatro, cuando la actriz Concha Robles fue asesinada por su exmarido en el mismo escenario, y le preguntaba si era verdad la leyenda que contaba que el fantasma de la malograda actriz vagaba por el teatro y de noche salía al escenario a terminar la función que había dejado inacabada.

Esta fábula venía de los tiempos de su abuela, que durante décadas se cansó de explicarle a la gente que le preguntaba por el fantasma que ella no había conocido otro espectro que el de aquellas tablas que formaban parte de la estructura del edificio, cuando en la madrugada empezaban a crujir quejándose de la humedad y de los años.

La señora Matilde que recorrió cada rincón y cada escalón del Cervantes se murió sin conocer al popular fantasma que todavía hoy, más de un siglo después de la muerte de la actriz, sigue siendo explotado por cicerones oportunistas.

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