Los oficios que más envejecían
Los hombres que trabajaban en el mar aparentaban diez años más de los que realmente tenían

La gente del mar envejecía antes de tiempo, curtidos por la dureza de un oficio que les cambiaba las vida y las costumbres.
Hace medio siglo la juventud no llegaba más allá de los cuarenta años y la gente envejecía mucho más rápido que ahora. Tanto los hombres como las mujeres se preocupaban menos por la imagen, entre otras cosas porque lo más importante era sobrevivir y sacar la familia adelante. Se miraba más por los hijos que por uno mismo y cuidarse era secundario en la mayoría de los casos, por lo que los años, a partir de los cincuenta, caían como un castigo inapelable que se asumía con resignación.
Era una rareza encontrar a un hombre de clase media que se cuidara la cara y se echara cremas para las arrugas o se tintara el pelo, entre otras cosas porque el mercado tampoco le ofrecía oportunidades. Los cosméticos milagrosos se proyectaban sobre las mujeres, que eran las que más demandaban estos productos.
A los niños de antes, una persona de cincuenta años nos parecía muy mayor, sobre todo cuando veíamos a aquellas mujeres enlutadas que iban vendiendo el pescado por las calles. Las que pasaban por mi barrio venían de Pescadería, con las cestas en los brazos y una pequeña báscula para pesar la mercancía. Venían andando, arrastrando más el peso de los daños que el de los años. Muchas de ellas no tenían más de cuarenta o cincuenta años, pero envueltas en aquellas ropas negras, con el pañuelo en la cabeza, parecía que tenían veinte años más. Tenían por tradición vestirse de negro cuando se les moría un familiar cercano y ese luto de calle ya las acompañaba para el resto de sus vidas.
La gente del mar tenía una juventud más corta. Recuerdo, cuando de niño iba con mis padres a ver cómo llegaban las barcas a la lonja con el pescado recién cogido, la impresión que me causaban aquellos hombres y aquellas mujeres que llevaban el esfuerzo y todos los sufrimientos de la vida marcados a fuego en los rostros y en las manos. Los pescadores, con aquellas indumentarias oscuras y con las boinas que les cubrían las cabezas, y las cesteras con su luto oficial y con aquellos mandiles, tan desgastados como sus almas, en los que iban echando las ganancias del día.
Mi madre, más de una vez, me puso a aquellas gentes como ejemplo para explicarme la dureza de la vida y para concienciarme sobre la necesidad de apretar en los estudios para que el día de mañana no tuviera que ganarme el pan en un trabajo tan duro.
Otro oficio que envejecía prematuramente era el de albañil. Los andamios eran potros de tortura donde los obreros tenían que soportar el sol, el frío, el viento y las horas que echaban de más en una profesión que entonces estaba mal pagada. Qué duro era ser albañil. Había que madrugar y poner ladrillos desde las alturas a lo largo de jornadas eternas de trabajo. Cuando llegaba la hora del almuerzo y los demás teníamos nuestro plato caliente encima de la mesa, ellos se quedaban en la obra, buscaban una sombra y sacaban de las talegas aquellas comidas rudimentarias donde no faltaban nunca las fritadas ni los embutidos. Como no eran delicados no necesitaban lavarse las manos con jabón antes de comer.
A mí me gustaba ver la escena del tocino, cuando cogían la manta y con una navaja iban cortando y comiendo. Los albañiles no sabían lo que era el colesterol porque todo lo que ingerían lo gastaban después subidos en el andamio. Después de comer se echaban un rato a la sombra y se quedaban dormidos sobre una tabla como si estuvieran en el colchón más cómodo del mundo o apuraban un cigarro hasta que llegaba la hora de volver al tajo.
Los albañiles de entonces no solían llevar una dieta rigurosa y casi todas fumaban y muchos bebían. Al final de cada jornada se juntaban en la taberna para olvidarse durante una hora de las penas irremediables de la vida.
También gastaba mucho el campo y el oficio de vendedor ambulante. El hombre que iba con las cestas de mimbre vendiendo pipas y cacahuetes al fútbol parecía un viejo cuando lo tenías delante, quemado por tantas horas al sol, por tantos veranos deambulando por la orilla de la playa para llevar un sueldo a su casa.