Dios en el cortijo de los Jesuitas
El retiro de la vega fue centro de espiritualidad en la Almería de la posguerra

Paseo rodeado de palmeras de la Casa del Cortijo Grande antes de quedar abandonada. Año 1970.
Qué tenía aquel escenario que sobrecogía. Imponía pasar a esa hora de la tarde cuando la noche empezaba a caer y encontrarse al borde del camino de la vega con el Cortijo Grande proyectando sus sombras sobre los campos vacíos. Los Jesuitas ya habían abandonado el lugar, ya no se celebraban misas ni se organizaban retiros espirituales, pero había un dios detrás de aquella verja, una extraña presencia que mantenía viva la espiritualidad que llegó a tener la casa cuando los frailes la mantenían en su máximo apogeo.
Ya no se escuchaban las oraciones detrás de los muros ni se veían a los hermanos pasear por la alameda bajo la sombra de los árboles, pero la gente, cuando cruzaba por aquellos parajes, todavía se detenía delante de la tapia y rezaba una oración.
Aquella hermosa finca, que en otra época estuvo rodeada de árboles y palmeras, que llegó a cultivar espléndidas plantaciones de panizo, cebada, remolacha y alfalfa, se fue quedando vacía, varada entre las vías del ferrocarril y las cortijás que sobrevivieron al avance irremediable de la ciudad.
A comienzos de los años setenta sus campos se quedaron yermos y en los establos ya no había olor a estiércol ni se respiraba el aroma cálido de las vacas. Los árboles se fueron secando y las flores de los jardines se marchitaron en medio de tanta soledad. Las boqueras se llenaron de broza y el lugar se quedó desierto y se convirtió en un territorio de paso para los vecinos de El Zapillo que cruzaban por aquellos arrabales para ir al barrio de Los Molinos a comprar la carne de los Díaz. Las mujeres, cuando pasaban delante de las tapias del cortijo, se santiguaban delante de una pequeña Virgen que encerrada en una hornacina de cristal bendecía aquellos parajes en los buenos tiempos.
Una parte de la espiritualidad que el Cortijo Grande llegó a acumular a lo largo de los años se quedó allí para siempre, aguantando el peso del tiempo bajo la humedad de los techos, a la sombra de los árboles vencidos y de los campos secos. Los chiquillos, que merodeábamos por aquellos descampados de la vega buscando campos de fútbol, nos parábamos delante del portón y hacíamos apuestas a ver quién se atrevía a cruzar la verja y a recorrer el pequeño paseo de tierra que conducía a las puertas del cortijo. Nadie se atrevía. Había una fuerza mayor custodiando la casa, una presencia que se dejaba notar aunque nadie pudiera verla ni tocarla.
En aquel mundo de sombras la silueta de la Casa de los Jesuitas parecía un fantasma en medio del páramo. Sobresalía como un gigante derrotado entre los cortijos solitarios, con su fachada mugrienta y llena de humedad, abierta por un ejército de ventanucos que se abrían y cerraban a capricho del viento. Arriba, en la azotea, una enorme cruz de escayola, rodeada de crucifijos de madera, le daban a la casa un aspecto más siniestro.
Quién hubiera dicho entonces que aquella mansión, convertida en casa de retiro espiritual en los primeros años de la posguerra, llegó a formar un pequeño paraíso medio oculto entre los silencios de la vega. Desde las ventanas de la segunda planta se dominaba la ciudad como desde una atalaya. Se podían acariciar los olores del mar mezclados con los aromas de los establos y de los huertos que rodeaban la hacienda, en medio de una paz que sólo se rompía cuando pasaba un tren.
En 1941, cuando la casa-convento fue bendecida e inaugurada como residencia de San Ignacio, destinada al retiro espiritual, los viejos caminos que llegaban a aquel paraje, conocido con el nombre de Cortijo Grande, se llenaban de gente cada vez que había ejercicios espirituales; la presencia constante de las monjas y de los jesuitas le daba un aire de ciudad a aquel rincón perdido en medio de la vega. El primer coche que vieron circular por el camino que venía de la Ciudad Jardín fue el del médico Carlos Palanca cuando iba a la mansión de los jesuitas.
La casa de ejercicios fue una vieja aspiración de los jesuitas, que querían tener en Almería un lugar de retiro similar al célebre colegio de Loyola de Granada. Cuando por fin en 1941 la casa se hizo realidad, los religiosos bautizaron el lugar como “la fábrica de caballeros católicos”, el rincón perfecto para que los fieles de aquel tiempo se reencontraran con esa paz interior que tanto buscaban los jesuitas como paso previo a la experiencia divina. Para los frailes, los días de ejercicios no eran días de largos rezos y severas mortificaciones, sino que siguiendo la mente de San Ignacio, en estos retiros el hombre se ocupaba en meditar y examinarse con detención hasta que llegaba con toda humildad y sinceridad a conocer sus flaquezas y defectos, animándose a trabajar para vencerse a sí mismo.
La casa de San Ignacio vivió días de esplendor durante veinte años. Generaciones de almerienses pasaron por allí para engrasar sus almas y ponerlas a salvo de las tentaciones o para recibir los consejos necesarios antes de contraer matrimonio.