La Voz de Almeria

Tal como éramos

Las vistas típicas del Gran Hotel

Desde los balcones se podían ver las cabras pastando en el cauce de la Rambla

El Gran Hotel

El Gran HotelLA VOZ

Eduardo de Vicente
Publicado por

Creado:

Actualizado:

En:

La construcción del Gran Hotel Almería era una necesidad por la que estuvo batallando la ciudad durante muchos años. En principio se iba a levantar en la playa del Zapillo, cerca de la Central Térmica, pero finalmente se eligieron un lugar más céntrico y con grandes vistas, y allá por los años sesenta no había otro escenario mejor teniendo en cuenta estas condiciones, que el solar donde en los años de la posguerra estuvo la terraza Apolo.

El Gran Hotel vino como un regalo de reyes antes de la Navidad de 1967. Por fin teníamos una instalación digna para poder responder a la demanda de plazas que se multiplicaba cuando venían los peliculeros a rodar. El nuevo recinto contaba con el número suficiente de habitaciones para recibir a los profesionales de los rodajes, y además tenía habitaciones de lujo, cada una con su cuarto de baño con su bañera correspondiente y su bidel, que era un artefacto que se utilizaba mucho en Europa y al que aquí no estábamos acostumbrados.

Desde entonces, El Gran Hotel fue el lugar escogido por políticos, actores, cantantes y toreros para alojarse cada vez que venían a la ciudad. El primer contacto con el mundo del cine se produjo en enero de 1968 cuando el productor Andrew Birkim instaló allí su oficina para empezar los preparativos del rodaje de la película Mercenarios sin gloria. El 16 de enero de ese mismo año apareció por el hotel la primera actriz famosa. Se trataba de la francesa Michelle Mercier, que llegaba para rodar Una soga y un colt. Por esas mismas fechas desembarcaron en el Hotel Aguadulce el equipo de Shalako, con la espectacular Brigitte Bardot y el galán Sean Connery.

Lo mejor del Gran Hotel

Lo mejor del Gran Hotel no eran sus habitaciones modernas y confortables, ni el excelente equipo de profesionales que lo formaban ni la piscina, que estaba situada en un punto tan estratégico que los clientes podían ver desde sus suites a todo el que tomaba el sol o se tiraba de púa. Lo mejor del Gran Hotel eran sus vistas, a veces de gran belleza, otras de un tipismo insultante que recordaban a la Almería de medio siglo atrás, pero extraordinarias.

Desde los balcones se contemplaba el mar con tanta nitidez que uno tenía la sensación de rozar el horizonte con los dedos. Se veía en primera línea el embarcadero del Cable Inglés que aunque ya estaba dando sus últimos coletazos, era un monumento que sorprendía a los turistas, sobre todo a los ingleses porque les hacía recordar su tierra. Para los que llegaban en agosto al Gran Hotel la sorpresa era doble, ya que se encontraba delante de sus narices con toda la tramoya de la Feria, que transformaba durante diez días el Parque, la Rambla y la explanada del puerto.

A muchos clientes del Gran Hotel la Feria les podía resultar una panorámica interesante de día, cuando se encontraban delante de los ojos con aquel universo caótico lleno de atracciones diversas, de buscavidas que tenían que quedarse a dormir debajo del puente de las Almadrabillas, de circos con carromatos de fieras, de feriantes que se instalaban junto a sus aparatos y allí se aseaban a fuerza de cubos de agua y hacían sus vidas con la misma naturalidad que el turista cuando se bañaba en su lujoso aseo.

Aquella panorámica simpática que disfrutaban los clientes del Gran Hotel en Feria perdía su toque pintoresco cuando de madrugada seguía sonando el altavoz de la tómbola anunciando las muñecas peponas y la voz del turronero se colaba como un cañón hasta la almohada del turista. Hay pocas cosas más desagradables que despertarse a las dos de la mañana con la voz quebrada del hombre del turrón anunciando sus delicias a través de un amplificador trucado.

Unas vistas inigualables y con contrastes

Pero así era el Gran Hotel, un paraíso de contrastes con unas vistas incomparables donde lo mismo podías disfrutar de la belleza de un barco de pasajeros atracando en el muelle en un amanecer de primavera, que del esplendor de un atardecer con el sol ocultándose por la Sierra de Gádor, que de la estampa de un tipo haciendo sus necesidades en el cauce de la Rambla como si nadie lo viera.

Todas las miserias de la Rambla, que entonces no eran pocas, se dominaban desde los balcones del Gran Hotel. Era curiosa la estampa de los rebaños de cabras que se paraban en el tramo final, que era el que más vegetación tenía, para que los animales se dieran un festín con los matorrales. En ese último tramo de la Rambla convivían los rebaños errantes que pasaban de vez en cuando camino de la vega con los caballos del circo que bajaban al lecho a tomar el sol.

Entre el olor que dejaban los animales, que se mezclaba con el de los desperdicios que se tiraban en la Rambla y el calor, el ambiente en aquel tramo se hacía insoportable cuando llegaba el mes de agosto. Mientras la ciudad seguía su ritmo, los clientes del Gran Hotel disfrutaban de la piscina y de esa panorámica espectacular que les ofrecía nuestras bondades y nuestras miserias.

tracking