La Voz de Almeria

Tal como éramos

Tras la Feria volvíamos a empezar

Septiembre nos traía las obligaciones, pero también las ilusiones renovadas

Los últimos feriantes retirándose del puerto el día después de terminar la Feria. 1967.

Los últimos feriantes retirándose del puerto el día después de terminar la Feria. 1967.La Voz

Eduardo de Vicente
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No sólo se iba la Feria. Detrás se marchaba el verano y unas vacaciones tan largas que cuando volvíamos habíamos cambiado de verdad. Los estirones se notaban más cuando regresábamos al colegio o al instituto en septiembre y nos encontrábamos con los mismos compañeros a los que la fuerza renovadora del verano los había transformado.

De vuelta a clase, la ropa del curso anterior se nos había quedado pequeña, el tono de voz empezaba a delatar al futuro adolescente que se asomaba a la puerta y una extraña sensación, como de empezar de cero, nos dejaba un amargo vacío en la boca del estómago. Era el mismo colegio, eran las mismas paredes con el mapa mundi y el cuadro de la Virgen presidiendo la pared, eran los mismos compañeros y los mismos maestros, pero nosotros, por dentro, nos sentíamos inseguros, como si estuviéramos inaugurando un tiempo nuevo, una sensación que se agrandaba cuando después de dos o tres semanas de clase mirábamos hacia atrás y nos parecía que el último verano quedaba muy lejos, envuelto en una incierta niebla de sueño remoto.

No sólo se iba la Feria. Una parte de nosotros se nos iba con ella y cuando el lunes después de la procesión volvíamos al puerto sentíamos ganas de llorar mientras los últimos feriantes recogían sus últimas pertenencias. Entonces nos envolvía una sensación de derrota y de desamparo porque se nos había escapado todo un verano casi sin darnos cuenta, como ese puñado de arena que se nos colaba entre los dedos cuando jugábamos en la orilla de la playa.

El lunes después de la Feria volvíamos al lugar donde habíamos sido felices para revolcarnos en la nostalgia de aquellas noches de tómbolas, luces y bocadillos baratos, que ya solo eran una ilusión. Volvíamos para reencontrarnos con esa parte del puerto que nos pertenecía y que habíamos olvidado durante diez días envueltos en una atmósfera de fiesta y agitación. Volvíamos a las escalinatas donde siempre había una caña solitaria y un pescador fumando, volvíamos a la sombra de los ‘tinglaos’, a las rocas escondidas del espigón de levante, mientras que los feriantes seguían haciendo el equipaje.

Cuando se marchaba la Feria nos quedaba un paisaje de desolación interior donde los recuerdos se iban mezclando en el suelo con los restos de los boletos de las atracciones que el viento de septiembre esparcía por el muelle.

No sólo se iba la Feria. Lo peor es que volvíamos a la rutina de las obligaciones que menos nos gustaban, a las lecciones del maestro, a las sombras de los exámenes y al miedo que nos daba el porvenir. Algunos intuíamos ya que aquellos veranos de la infancia serían irrepetibles, por eso dolían tanto cuando se marchaban.

La vuelta a clase era una tortura que solo se podía digerir cuando se mezclaba con la alegría del reencuentro con los amigos. El primer día había que madrugar, lo que ya suponía una ruptura con ese verano de mañanas lentas y perezosas que acabábamos de dejar atrás. De nuevo la urgencia del desayuno, de aquellos vasos de leche con magdalenas que digeríamos con amargura mientras escuchábamos las voces de los locutores de la radio que nos despertaban con las primeras noticias y con el pronóstico del tiempo.

Nos presentábamos en el colegio con el alma metida en la garganta, esperando a encontrarnos con los viejos compañeros para que a fuerza de compartir nuestra angustia consiguiéramos espantarla y olvidar todo lo que se nos había quedado atrás, y sobre todo, lo que teníamos por delante.

Nos quedaba el consuelo de no ser principiantes, de no ir con una venda en los ojos como iban los novatos, aquellos niños que no tenían con quién hablar y que nada más llegar a la clase se quedaban arrinconados con todos sus miedos a cuestas y también con los nuestros. Siempre nos quedaba el consuelo de que el primer día, por duro que nos pareciera, no tendríamos que llevar los deberes y no habría ningún maestro que nos sacara por sorpresa a la pizarra.

Nuestra certeza se quebró aquella mañana de septiembre que nada más recibirnos, el profesor nos hizo un examen general por escrito para comprobar con qué nivel nos presentábamos en el aula. Veníamos de la profundidad de un verano ocioso donde no habíamos abierto la cartera, y de pronto nos encontrábamos con una prueba para la que no estábamos preparados ni teníamos vocación. Toda la amargura del primer día se derrumbaba sobre nuestras cabezas cuando tratábamos de contestar el cuestionario, y mientras intentábamos acertar el nombre del río que pasaba por Zaragoza o cuál era el pico más alto de la península, dos lágrimas nos asomaban por los ojos al recordar que dos días antes todavía estábamos saltando medio desnudos por la playa o comiéndonos un algodón dulce sentados en el muro de piedra del Parque.

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