El valor de los premios de la tómbola
Lo que tocaba en la tómbola tenía un gran valor sentimental y lo recordabas para siempre

El equipo del restaurante Imperial con las pelotas que le habían tocado en la tómbola subidos en los caballicos.
Todos sabíamos que de la tómbola no íbamos a salir ricos ni con un porvenir debajo del brazo, pero en cada boleto que jugábamos poníamos toda la ilusión de una época en la que las cosas tenían un valor sentimental que estaba por encima de cualquier precio.
Lo que te tocaba en la tómbola, por insignificante que pareciera, lo recordabas ya para siempre y en muchos casos esos premios pasaban a formar parte del decorado de las casas y se mantenían allí durante décadas, contándonos en silencio aquella noche en la que regresamos de la Feria entusiasmados porque nos había tocado una gitana de porcelana o un juego de sartenes.
Quién se iba entonces de la Feria sin haber pasado por la tómbola, aquel bazar de las sorpresas donde el secreto estaba en la acumulación de regalos, en aquellas estanterías donde no había un centímetro libre, en aquel cambalache lleno de magia donde las muñecas se mezclaban con las guitarras de juguete y las jarras de cristal. En medio de aquel alboroto, retumbaba la voz del pregonero que nos anunciaba grandes regalos que estaban a nuestro alcance por diez pesetas: una batería de cocina de las que duraban toda la vida, una bicicleta de carreras, una máquina de coser y hasta una motocicleta para convertirte en un Ángel Nieto de andar por casa.
Me gustaba aquella locura de la tómbola, siempre rodeada de voces y aquel escenario donde el suelo de la calle se cubría con un manto de papelillos, sueños rotos que acabábamos pisando con nuestras sandalias nuevas.
La vieja tómbola con su juego de humildes barreños donde se guardaban aquellos papelillos de cada sorteo.La tómbola de las primeras televisiones que nunca tocaban, la tómbola de las muñecas que formaban un ejército expuestas en la vitrina como si fueran manzanas.
La tómbola era la esperanza de los pobres y la ilusión de los niños que de la mano de nuestras madres nos acercábamos al mostrador con la misma cara de sorpresa que lo hicieron ellas en su juventud de posguerra. Ir a la feria significaba pasar por la tómbola, como si fuera un ritual obligatorio, esperando que la suerte nos convirtiera en reyes por un día. Si ibas a la feria y no jugabas a la tómbola te sentías tan vacío como la noche que no terminabas la fiesta comiéndote un bocadillo de morcilla de los Díaz sentado en el muro de piedra del Parque. No íbamos a la tómbola a hacernos ricos, sino a disfrutar de ese placer inigualable de que te tocara algo, el mismo que sentíamos cuando en el colegio llegaba el hombre de los cromos y sorteaban el álbum. Aprendimos a valorar cualquier detalle por pequeño que fuera y el hecho de regresar de la feria con un muñeco entre los brazos o un juego de vasos era un triunfo para la familia. Apreciábamos el valor de las cosas simples y en ese tipo de objetos, la tómbola era el auténtico paraíso. Cuando te tocaba un aparato de radio o un reloj de pulsera, esa noche apenas dormías de la emoción y a la mañana siguiente te faltaba tiempo para salir a la calle y compartir la alegría con todo el barrio.
De todas aquellas tómbolas que formaron parte de nuestras ferias infantiles, recuerdo con especial cariño la popular tómbola de la Caridad, de la que tanto me hablaban mis padres. La tómbola de la Caridad fue el símbolo de nuestra Feria hasta finales de los años sesenta. Por allí pasaban las familias enteras a por el premio soñado y las parejas de novios que buscaban la máquina de coser que tanta falta le hacía.
En 1964, un vecino de la calle Braulio Moreno, José Orts Orts, se llevó un televisor Marconi, y a un conocido funcionario, Manuel Salazar Ruiz , le correspondió el gordo de la noche que era una moto ‘Lambretta’. Ese mismo año apareció en la tómbola, incrustado en medio de sus atractivas estanterías, un auténtico coche Seat 600, que estaban de moda entonces. Formaba parte del sorteo extraordinario de la madrugada. Se supo el número agraciado con el premio, pero nunca quien se llevó el vehículo.
La tómbola de la Caridad era un símbolo de la autarquía y de las carencias de los años de la posguerra. Empezó a gestarse en febrero de 1949, cuando comenzó a funcionar el Secretariado Diocesano de Caridad, un proyecto del Obispo Alfonso Ródenas García para que la Iglesia se hiciera con el dominio absoluto de todas las asociaciones de caridad que operaban en Almería. La primera decisión importante del nuevo organismo religioso fue la de establecer una tómbola para los días de feria bajo el control del obispado que funcionara con donaciones de particulares y cuyo fin sería recaudar fondos para ayudar a las familias más necesitadas de la ciudad.
Era un ritual, cada vez que se bajaba a la Feria, darse una vuelta en los caballicos y pasarse por la tómbola donde siempre tocaba algo por escasa que fuera la apuesta. Allí te podías llevar desde un cartucho de arroz o una docena de huevos frescos, que tanta falta hacían en los años de posguerra, hasta un pollo bien cebado en un cortijo de la Vega.