La Feria que se vivía en la Rambla
En el cauce se organizaban pruebas deportivas y el público se sentaba en el muro sin ninguna sensación de peligro

El muro de la Rambla convertido en graderío para una prueba de motos por el cauce en la Feria de 1960.
El muro de piedra de la Rambla fue nuestra frontera durante muchos años. Al otro lado del muro aparecían nuevos horizontes, el futuro, y debajo, en el cauce, un territorio salvaje que los almerienses llevábamos grabado en nuestro inconsciente nada más nacer. Era la Rambla de las grandes inundaciones, por donde penetró la tragedia tantas veces. Era la Rambla que servía de camino a los carreros que venían de los pueblos cargados de barriles de uvas. Era la Rambla de los circos pobres que venían fuera de temporada. Era la Rambla de los niños silvestres, de los mirones bajo el puente, de las hojas de mora y de los montones de basura y escombros. Era una Rambla indómita y cambiante con la que aprendimos a convivir sin miedos y que de vez en cuando convertíamos en escenario estelar de nuestras fiestas cuando no encontrábamos un sitio mejor. Cuando llegaba la Feria media ciudad se transformaba en recinto ferial y la Rambla se convertía en un escenario más donde lo mismo te encontrabas con una carpa de circo que con una familia de quincalleros que había inventado un hotel debajo del puente de las Almadrabillas.
Aunque era un territorio pegado al centro de la ciudad, gozaba de la libertad de los suburbios, por lo que nadie se alarmaba por ver muebles viejos apiñados bajo el muro o por encontrarse con un vecino en cuclillas haciendo sus necesidades. Teníamos la extraña sensación de que una vez que bajabas al cauce entrabas en otra dimensión, tan alejada de la vida cotidiana que te convertía en un personaje invisible. Cuando los niños descendíamos a la Rambla nos sentíamos tan libres como cuando nos perdíamos por el espigón de levante en un lunes cualquiera.
En la Feria, el cauce se aprovechaba para organizar actividades deportivas, como la que se celebró en 1960 cuando miles de almerienses se congregaron en el muro para presenciar las pruebas de motocros que entonces eran un acontecimiento extraordinario. Media ciudad se trasladaba a la Rambla y el público se sentaba con absoluta naturalidad en el muro sin ninguna sensación de peligro, a pesar de los cuatro metros de altura que había en algunos tramos.
Mayores y menores le quitaban el polvo a las piedras y se colocaban en el muro como si estuvieran sentados en el tranco de la puerta de sus casas, en un ejemplo más de lo alto que estaba entonces el umbral del peligro. Hoy, si aún existiera la Rambla primitiva, estaría prohibido hacer pruebas deportivas en el cauce y mucho más utilizar el muro como graderío, de la misma forma que estarían prohibidas las cucañas en la bahía donde los jóvenes se jugaban el pellejo por un palo cubierto de grasa. La gente estaba tan familiarizada con el peligro que nadie se alarmaba cuando los más intrépidos nadadores del condado se daban cita en el puerto para hacer exhibiciones tirándose desde la grúa más alta bajo la mirada de la policía que velaba porque el espectáculo transcurriera por sus cauces reglamentarios. Aquello de lanzarse de cabeza al agua desde una grúa era lo más normal del mundo.
En aquella Feria del centro todo estaba permitido y cualquier lugar podía ser un escenario de lujo para organizar un festejo. El Cerro de San Cristóbal, que era un territorio de peregrinaciones religiosas, acogía en agosto los fuegos artificiales del primer sábado de Feria. En la carretera nacional del Parque se organizaban grandes carreras ciclistas y la explanada que quedaba libre de cacharros en el muelle se utilizaba como circuito para pruebas de coches y para concursos de habilidad en los que los participantes, a bordo de vespas, tenían que ir superando obstáculos.
Todo los rincones eran Feria, hasta la fuente de la Puerta de Purchena, donde la juventud se bañaba en la madrugada del toro de fuego para despedir las fiestas como si estuviera en una piscina. La multitud subía corriendo por el Paseo huyendo del toro y los cohetes y acababa quitándose el calor con ropa incluida en las pacíficas aguas de la fuente.