La Voz de Almeria

Tal como éramos

El cojo más famoso de Almería

Regentó el carrillo ambulante que durante 30 años estuvo pegado al kiosco de Amalia

José Fernández Padilla paseando por el Parque con la muleta que sustituía la pierna que le faltaba desde que tenía 12 años.

José Fernández Padilla paseando por el Parque con la muleta que sustituía la pierna que le faltaba desde que tenía 12 años.

Eduardo de Vicente
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Había muchos cojos en la ciudad, un buen número de personas que arrastraban taras físicas, bien por accidentes o porque en la infancia habían sufrido aquella maldita enfermedad de la poliomielitis que solía dejar graves secuelas en quien la padecía.

Solía ocurrir entonces que el cojo no solo tenía que soportar de por vida su deficiencia física que en muchos casos lo dejaba al margen de la sociedad, sino que además tenía que aprender a aceptar que a su nombre oficial se le iba a añadir un apodo: el cojo, el manco, el ‘baldao’, el ciego ...

De todos aquellos cojos que formaron parte de mi infancia, el más famoso fue sin duda el que montaba su carrillo ambulante pegado a las tablas traseras del kiosco Amalia. Nadie manejaba la muleta con la destreza de Pepe el Cojo. La convertía en una pierna de palo con tanta agilidad que cuando los domingos salía con los amigos a dar una vuelta por el Parque y por el puerto seguía el paso del grupo sin ningún esfuerzo y se permitía el lujo de llegar el primero.

Pepe era además un cojo con presencia, un cojo guapo con una mirada arrebatadora. Tenía los ojos oscuros y pequeños, con un poso de tristeza temblando en la mirada. La cara redonda, la frente ancha y un bigote a lo Clark Gable que le daba un aire romántico y decadente que gustaba a las mujeres. Con la pierna derecha cortada por el fémur, parecía un héroe de guerra de los que venían mutilados del frente. Pero no había sido un disparo, la desgracia no se le había cruzado en el fragor de ninguna batalla, sino en una escaramuza infantil, mientras hipnotizaba pulpos junto a la escalinata del puerto.

Como muchas tardes, había bajado con su pandilla a pescar. Se tumbó boca abajo con los brazos rozando el mar y las piernas estiradas encima de los raíles de la grúa, cuando una máquina le reventó la pierna. Don Eusebio Alvaro, el médico que estaba de guardia aquella tarde en el Hospital, le salvó la vida a costa de cortarle la pierna.

Los amigos subieron corriendo hasta el Cerro de San Cristóbal para avisar a su madre. Cuando llegó, Pepe acababa de salir del quirófano con la extremidad amputada. Desde los doce años, José Fernández Padilla fue Pepe ‘el Cojo’. Aquella grúa que se cruzó en su destino en el otoño de 1946 lo dejó sin pierna y cortó su infancia de raíz. Tuvo que madurar deprisa y agudizar el ingenio para sobrevivir. A los dieciséis años ya se ganaba el sueldo vendiendo tabaco con una mesa ambulante que instalaba ante la farmacia de la Puerta de Purchena. Como el negocio era clandestino, tenía que estar alerta por si aparecía la pareja de la Guardia Civil.

Así, saliendo ileso de las escaramuzas cotidianas de la miseria, esquivando la vigilancia constante de la autoridad, aguantó hasta que por fin, el Ayuntamiento le concedió un carrillo de madera para la venta ambulante y le dio la correspondiente licencia. Empezó despachando periódicos, pistolas de plásticos, golosinas y frutos secos, aunque bajo cuerda, Pepe siguió con su negocio del tabaco.

A mediados de la década de los cincuenta, instaló el carrillo a espaldas del quiosco Amalia. Era un sitio muy transitado y pronto se hizo de su propia clientela. La suerte empezaba a sonreirle. Ganaba lo suficiente para mantener a su madre y se ganaba un dinero extra vendiendo condones de tapadillo. La contraseña era: “Pepe. dame una caja de globitos pa estudiar”, y entonces ‘el cojo’ sacaba de una bolsa escondida en el último cajón uno de aquellos preservativos primitivos fabricados con goma ancha como las cámaras de las ruedas de las bicicletas. Era más cómodo comprárselos a él, si había confianza, que entrar en una farmacia y pasar un mal rato delante de un mancebo.

El empujón definitivo que le ayudó a ganar un sueldo importante y a vivir con comodidad, le llegó en 1965, cuando salió una normativa de la Organización Nacional de Ciegos, según la cual se admitía el ingreso de tres personas que demostraran tener alguna mutilación. Desde ese momento, comenzó a vender cupones, los populares ‘iguales’ de la ONCE, y a progresar.

El carrillo de Pepe se convirtió en un lugar de encuentro. Pasó a formar parte del paisaje de la plaza como el kiosco Amalia, la parada de taxis, el despacho de lotería del Gato Negro o Rafael el limpiabotas, que instalaba su banco en la acera.

Era habitual que alrededor del chiringuito se formaran todos los días improvisadas tertulias de toros y de fútbol. Pepe era un defensor a ultranza del Cordobés, con el que se hizo una foto en unas de las veces que vino a torear a Almería.

Un día, dejamos de ver el carrillo con aquel eslogan de ‘Almería, donde el sol pasa el invierno’, y a Pepe sentado en su taburete de madera lleno de cojines, y a la muleta de madera que apoyaba en el quiosco. Se jubiló y al poco tiempo cayó enfermo, acuciado por una diabetes que se lo llevó a los 71 años de edad.

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