La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los Iguales y la ‘Plaza del Pescao’

Los vendedores de cupones se colocaban en la puerta pregonando la suerte

Estampa típica de los años 60: el vendedor de los Iguales con su bastón y sus gafas oscuras colocado en la puerta de la Plaza del Pescado.

Estampa típica de los años 60: el vendedor de los Iguales con su bastón y sus gafas oscuras colocado en la puerta de la Plaza del Pescado.La Voz

Eduardo de Vicente
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Los vendedores de Iguales de mi infancia si no se habían quedado ciegos ya les fallaba tanto la vista que caminaban con dificultades ayudados por un bastón y algunos en compañía de un lazarillo que era sus ojos, sus pies y sus manos. Iban por las calles, por los bares, por los mercados, pregonando la suerte y cantando los motes para cada número. Los ciegos se los sabían de memoria y en vez de pregonar el número que llevaban, solían utilizar el mote. “Me queda el matrimonio”, decían para nombrar el 81. “Llevo la muerte”, si tenían el 00, “La Dama y el Niño”, para anunciar el 83.

Los Iguales era el nombre popular con el que se conoció a este sorteo benéfico que empezó a funcionar en Almería en febrero de 1932. Era una rifa que dedicaba el 50% de la recaudación a premios, diez pesetas por cada papeleta de diez céntimos, obteniendo ingresos suficientes para atender a los numerosos indigentes que transitaban por las calles en una época marcada por el paro obrero. Más de cuatrocientas familias de mendigos, ciegos, baldados, impedidos y enfermos encontraron una ocupación que les permitía ganar un modesto jornal sin necesidad de tener que implorar la caridad pública.

Al terminar la Guerra Civil, la recién creada Organización Nacional de Ciegos, se encargó del sorteo de los Iguales, aunque el nombre oficial fue el de cupón pro-ciegos. En aquellos años de posguerra se trabajó institucionalmente para organizar el sorteo y para dignificar el trabajo de los vendedores, decretándose medidas que entonces parecieron muy duras, para que la venta del cupón no pareciera un ejercicio de pedir limosna.

En 1944, se creó la figura del inspector visitador con el fin de ejercer la vigilancia en la vía pública de todos los vendedores. Se trataba de un guardián del buen orden que se encargaba de que se cumplieran las normas marcadas por la organización. Entre las estrictas reglas que se establecieron, se prohibía a los vendedores separarse de los sitios fijados y entregar los cupones al lazarillo para que los vendiera de puerta en puerta. No podían permanecer sentados en las aceras o escalones de los portales, estando obligados a descansar sobre sillas o banquetas.

También se actuó sobre la costumbre de vocear los Iguales por las calles empleando motes para cada número, aunque esta medida se fue relajando y durante décadas, los vendedores siguieron agarrándose a los motes para llegar mejor al alma y al bolsillo de sus clientes.

Por mi calle pasaba todos los días a la misma hora uno de aquellos vendedores que recorría el camino entre la Plaza de Pavía y la Plaza del Pescado mientras iba cantando: “Iguales, para hoy” y no paraba de pregonar los motes. Aquella gran manzana del Mercado Central y Obispo Orberá era un escenario fetiche para los vendedores de Iguales que se instalaban allí por las mañanas alrededor del ajetreo del negocio. Entonces el Mercado Central era un hervidero desde antes de que saliera el sol y los ‘ciegos’ aprovechaban al trajín de los cafés que lo rodeaban para empezar el día con buen pie. Entre manchadas, copas de coñac y palomicas, siempre quedaba una moneda para comprar un cupón y hacerle un guiño a la suerte. Entonces nadie se hacía rico si le tocaban los Iguales, pero por diez pesetas que costaba un cupón a mediados de los años setenta tenías la oportunidad de conseguir un premio importante que te permitiera tapar algunos agujeros o dar la entrada para comprarte un piso.

Donde no faltaba nunca un vendedor era en la puerta de la Plaza del Pescado. Entre los que voceaban los Iguales y los que vendían el pescado, que también pregonaban su género, aquel mercado era un santuario del ruido, cuanto más estruendo había, más negocio. Allí nos encontrábamos con extraños personajes que parecían sacados de un relato fantástico: los infatigables vendedores de Iguales que querían darte el premio; los recaderos de los vendedores que se encargaban de llevar el género de los puestos a los bares; los cargadores que portaban sobre sus cabezas varias cajas mientras que el hielo del pescado iba destilando sobre sus cuerpos un hilo húmedo y mal oliente, y los municipales que estaban siempre vigilantes para que los precios fueran los correctos y no hubiera engaños.

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