El bosque de la Glorieta de San Pedro
A finales del siglo XIX el arbolado de la plaza era tan espeso que apenas entraba el sol

Las torres de la iglesia de San Pedro y el frondoso arbolado de la plaza a comienzos del siglo pasado.
Hubo un tiempo en que las plazas de la ciudad eran concebidas como lugares sagrados, no solo porque las más importantes estaban delante de las iglesias, sino porque eran el refugio de la vida vecinal, un escenario donde la gente iba a encontrarse, donde se hacía vida a diario. Eran el vientre materno de los barrios, un lugar acogedor donde no faltaba la vegetación, en algunos casos, compuesta por árboles frondosos que aseguraban la sombra en los largos veranos de Almería.
La Plaza de la Catedral llegó a tener un auténtico bosque que era el paraíso de los vecinos de los alrededores, aunque el arbolado más espeso y el más variado estaba en la Glorieta de Sartorius, delante de la iglesia de San Pedro. Sus árboles juntaban sus copas creando una atmósfera sombría que la gente buscaba cuando apretaba el calor.
Desde cualquier punto alto de la ciudad, ya fueran las murallas de la Alcazaba, el Cerro de San Cristóbal o la torre de la Catedral, lo primero que saltaba a la vista era la presencia majestuosa de aquel bosque que competía en altura con las torres del templo, componiendo una estampa bucólica.
La construcción de la glorieta, a mediados del siglo diecinueve, le dio solemnidad a la Plaza de San Pedro y le proporcionó un segundo escenario, ese lugar de encuentro bajo la sombra de los árboles. En medio, se levantó una hermosa fuente de piedra con una inscripción en la que se podía leer el nombre de Eugenio Sartorius, jefe político de la provincia, que promovió la erección de la glorieta.
La fuente y la vegetación fueron la esencia de aquel espacio en el corazón de la ciudad. Los árboles eran una invitación al reposo y una llamada al recreo para la vecindad. En ese territorio tan apartado del ruido, la fuente no tardó en convertirse también en el elemento principal del barrio. Era la fuente de los niños sedientos que en los días de calor aliviaban la sed de sus gargantas y de sus cuerpos bebiendo y bañándose en sus aguas, saltándose las normas y burlando la vigilancia del guarda que velaba por la integridad del monumento.
Era la fuente de las mujeres que con sus cántaros debajo del brazo acudían a la glorieta para conseguir el agua que no tenían en sus viviendas. En 1879, esta vieja costumbre puso en peligro la conservación del mármol de la fontana y el abastecimiento de agua, obligando al ayuntamiento a ejecutar una orden prohibiendo tomar agua de la fuente para el uso doméstico. Esta medida promovió las protestas del vecindario y las continuas hostilidades con el guarda municipal que les impedía llenar sus cántaros.
En aquellos años, la Plaza de San Pedro y su glorieta tenían tanta importancia en la vida social de Almería como el propio Paseo. Allí se instaló la parada principal del servicio de carruajes de lujo que en los meses de verano llevaban hasta las instalaciones del balneario El Recreo, y allí tuvieron sus sedes instituciones tan importantes como el Casino y el Círculo Mercantil.
La importancia que esta plaza tuvo en la vida de los almerienses se refleja también en los continuos proyectos de reforma que intentaron mejorarla. En el invierno de 1889 se dio luz verde para instalar en el centro de la glorieta unos jardines ingleses que embellecieran aquel entorno. Se trajeron plantas de Valencia y se colocaron varias cascadas y surtidores que acentuaron ese aire romántico que tuvo el lugar durante décadas. La inversión realizada para cambiar el aspecto del recinto obligó a recuperar otra vez la figura del guarda, ante el deterioro que en apenas seis meses de vida sufrieron los espléndidos jardines, donde no quedó un solo arbusto vivo ni una flor en pie.
La Glorieta de San Pedro tenía entonces tantas vidas como horas tenía el día. Por las mañanas era el refugio de las criadas, de las niñeras y de los viejos que en invierno buscaba los rayos del sol. Por las tardes, el lugar tenía la algarabía de los niños y por las noches la clandestinidad de las parejas de novios que se perdían entre la maleza buscando un trozo de intimidad. Las escenas indecorosas fueron tan perseguidas como las fechorías de los bárbaros que robaban las flores y trepaban por las ramas de los árboles en busca de los nidos.
En las noches de verano la glorieta era el escenario escogido por los vecinos para tomar el fresco. Era un lugar tan atractivo que los socios del Círculo Mercantil, que en aquel tiempo tenían en la plaza su sede, tuvieron la brillante idea de instalarse en el corazón mismo de la plaza. En 1915, solicitaron al ayuntamiento el permiso necesario para instalar sillas y veladores en el interior del jardín principal, aprovechando los espacios no poblados por plantas.
La iniciativa del Círculo Mercantil sirvió para espantar a los pobres sin techo que en aquellos años solían dormir al amparo de la vegetación del recinto, lo que constituía un serio problema para las autoridades.
Eran frecuentes las quejas de los vecinos, sobre todo por parte de los comerciantes, que denunciaban “la turba” de mendigos y pedigüeños que se pasaban las noches de los sábados en la glorieta. Dormían allí para poder tener un rincón privilegiado en el frontón de la iglesia de San Pedro a la hora de la primera misa dominical.